Cuatro hojas de La Vanguardia corren delante de la manguera que, con mucha destreza, maneja una cuadrilla de limpieza del Ayuntamiento. A estas horas de la mañana los imperativos del orden y la higiene quieren que los madrugadores, que en breve asaltarán las calles, se encuentren una ciudad sin rastros de la noche. Aquí en Tuset existe la posibilidad de toparse con algún rezagado, alguien al que la luz ha sorprendido y que debería correr a refugiarse entre paredes antes de verse rodeado de coches, autobuses y personas con paso ligero.
Mientras pienso esto, caigo en la cuenta de que estamos aún en pleno verano y muchos oficinistas se han marchado a las playas. Pero la cuadrilla persevera en la higiene, sigue rumbo calle arriba con su manguera portentosa. Voy a sentarme un rato en la terraza del viejo José Luis, pediré un café americano con hielo y esperaré a que los motores nos devuelvan a la vida.
14.30 horas. Treinta y cuatro grados post meridiem. El fenómeno, poco soportable, se adorna con una humedad espantosa. Sería sarcasmo prefigurar un verano de brisa fresca y rebeca en los atardeceres, dada la circunstancia. No hemos sido capaces de fabricarlo, e incluso nuestra obra social nos condena a la árida asunción de un carácter, digamos, ardiente. El anticonceptivo es, sin lugar a dudas, beber líquidos bien helados y sobrellevar la patria, que es como decir sobrellevarnos a nosotros mismos. España es nuestro tema, aunque tratemos de huir.
Cae la tarde en la Diagonal de Barcelona, un soberbio humano me ha dicho todas las palabras de la queja, el lamento abotargado, abrasado bajo el sol hispano. Según Baltasar Gracián, yendo la soberbia de paseo por Europa se topó con Iberia, y aquí se quedó. Da igual limpiabotas que banquero, sastre o carnicero, todos proyectamos nuestra sombra a la luz de España, y nos ponemos poéticos, el síntoma de haber nacido en este extremo geográfico poblado por reyes. Larra en el corazón y en los santos atributos.