La alcaldesa, el emperador y unos súbditos 

Son las seis de la tarde y comienza a llover. Como en un cuento de Manhattan, el tráfico se adormece. Corren niños con mochilas a las espaldas -primeras cargas de la vida- y algunas señoras levantan una mano bajo el paraguas, pidiendo un taxi. Entro en un café cualquiera para protegerme del agua y contemplar cómo la ciudad se asea tras los vidrios. La escena queda interrumpida por la televisión: retransmite el rostro parlante de una alcaldesa. Se trata de una cara inacabada quizás, el tipo de interrogante que Picasso traslada al espectador, cuenta pendiente con el artista, con la vida, con el creador. No es fealdad: hay fealdades absolutas, extraordinarias, a las que no podría añadirse ni una mota, ni una coma. En la alcaldesa los brillos y las sombras parecen insustanciales y, sobre todo, falta algún detalle que la ilumine con la materia del espíritu, esa cosa poco descifrable. Una pista de sosiego, de fin en resumidas cuentas. Yo soy en extremo sensible. Soy un barcelonés de pro, nunca estoy cómodo del todo.

Y sin embargo, Francisco I. La puerta del café se abre y entra el emperador austrohúngaro. Alcanza la barra y pide un café. Él, en efecto morigerado, conocía las formas, los adornos con los que está construido el sujeto civilizado, rango y modos del correcto aparentar. La corrección no se ajusta siempre con la realidad, hay una dificultad innata en las personas al intentar encajar las piezas que forman lo correcto. La corrección sería una quimera o una obrilla de arte, con achaques humanos. Así, Francisco no fue insensible a su naturaleza, ni disimulado, y, excepto cuando vestía un uniforme militar -ortodoxia-, se ponía cualquier chaqueta muy usada y daba un paseo mitológico por un prado mientras conversaba con su mujer o con su amante. De un modo coherente, fue un César que no quiso, en toda su larga vida, pedir a la servidumbre algo de comer entre horas porque tenía conciencia social; no creía que el cocinero se hallara a su disposición a cualquier hora del día para repentinas apetencias. En este sentido, era un gobernante moderno. Su imperio fue enrevesado, débil, dirían, hasta hundirlo los cenizos. Se soportaba sobre equilibrios mágicos de la política y dispares intereses, según el tópico; pero resistió muchas décadas, tenía la memoria de siglos, abarcaba territorios inmensos y su vida, la vida de sus súbditos, era reconocida de un modo mucho más genuino y amable que en otros lugares y otras épocas pasadas y futuras. La anécdota del cocinero arroja un equilibrio entre derechos y deberes; y de cómo el gobernante fue el mayor interesado en aplicarse la ley para ser ejemplo. En el caso de Francisco I.

Ha dejado de llover. Atravieso la calle hasta el antiguo José Luis, lugar de horas generosas; desde allí se puede medir el pulso a la Diagonal, que no es poco. Lo hacen desde hace años algunos súbditos de la alcaldesa: un grupo de damas inalterables; el hombre bronceado que pide un dry martini a las 9.30 de la mañana; un señor Rovirosa que aparca su bicicleta eléctrica junto a los maceteros y bebe furtivamente cuando no está su mujer por allí; el espíritu de Baldomero, limpia andaluz con camisa blanca y chaleco negro que apoyaba un pie sobre el escabel y una mano en la cintura, postura idiosincrásica del eterno sur; los plácidos notarios y abogados del edificio, qué corbatas azul cielo; el señor Brumera, que a veces parece despachar en la terraza, una visita tras otra a su mesa; el doctor Alegría, que despacha a veces conmigo mismo; el detective adicto a los excitantes, secuencia incansable de café, Coca Cola y cigarrillos; el hombre que llega diariamente en taxi, se toma dos cubalibres matutinos y mantiene el exacto (y único) rictus facial de Charlton Heston; la imagen vaporosa de algunos viejos clientes que ya no vienen y uno teme que se los haya llevado el destino.

Caen chuzos de punta. El cielo insiste en lavar esta ciudad, podría ser un mensaje. Leo que hay movimientos de voluntad política, quizás hagan falta tectónicos meneos. Entre la alcaldesa y el emperador existe una estepa infinita de accidentes y sueños, ahora me parecen insalvables incluso para la poesía. Los súbditos nos ahogamos en el romanticismo.

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