A vueltas con la melancolía (I)

Ya antes de que las masas se rebelaran, con éxito por cierto, la melancolía inundaba los corazones de quienes trataban con el mundo dificultosamente. Triste servidumbre para los inadaptados, eternos paseantes bajo las arboledas de Combray. Pisar las hojas otoñales y estremecerse, el crujir del tiempo, grito ahogado bajo los zapatos. La melancolía sería el recuerdo de un mundo intachable que nunca existió. Y una procaz afición a llorarse a uno mismo, pues ya en la tumba no podremos hacerlo. En defensa de esas pobres almas postradas, podría afirmarse que, ineluctablemente encerrados todos -incluso las masas vencedoras y optimistas- en la cárcel que es la existencia, quizás sea mejor habitar la prisión decorada con ecos de épocas fantásticas y la presencia de un yo hiperbólico, a la manera del Byron que se asesina en Missolonghi soñando defender el Clasicismo.

Hay incontables fuentes para el lloriqueo, abrigo de un sueño contra el frío capitalismo de masas: el rapto amoroso de Odiseo por Calipso, una tumba que más de uno deseara secretamente; los coches de punto londinenses, llorados por Dickens tras su prohibición en 1835; una sencilla silla lacada de manufactura victoriana, donde las posaderas de Johann Joachim Winckelmann, en sus largas horas de estudio de las gloriosas piedras sacadas de Grecia, dejaron una significada marca nostálgica; la galería de pinturas del archiduque Leopoldo Guillermo en Bruselas; el gabinete de los espejos del castillo de Weissenstein; las fabulaciones del caballero Tristam Shandy, adelanto en clave poética de la relatividad einsteiniana (si se me permite la insolencia); el posado de Van Dyck en su autorretrato con girasol; unos pedruscos romanos sobre los que el bello Goethe fue retratado por Tischbein; una tabaquera de oro de Capodimonte, perteneciente al marqués de Beccaria, que heredó su melancólico nieto, cielo en el infierno de las letras, Alessandro Manzoni; los dos jóvenes pintados en la casa VII de Pompeya; el niño de Chardin jugando a la perinola. Ese tipo de cosas forma el esqueleto histórico de la melancolía. En cuanto al futuro plausible, un carro de compra vacío frente a la puerta de Carrefour o un minuto de First Dates valdrán perfectamente. El monstruo tiene infinitas pieles.

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