
Todo se ha dicho sobre la melancolía. László F. Földényi la biografió con esmero. Epidemia según los Tratados hipocráticos, signo de genialidad para Aristóteles, locura en el terrenal/celestial Heracles, amor al saber en Sócrates, pecado, herejía y enfermedad mental para la Edad Media. Luego llegó Petrarca y contagió a la humanidad entera de sombríos pensamientos. El frenesí de la angustia, cuando posamos un ratito la mirada sobre un viejo reloj parado. Están esas imágenes del todo palmarias, que en nuestra contemporaneidad renuevan la melancolía a partir de una sensibilidad condenatoria: Kerensky paseando en Central Park hacia 1967; Battisti y Gogol a caballo por un prado; una lucecita que permanece encendida, aún de día, a la entrada a Bomarzo; la colección de paraguas abandonados en un café. Hasta tal punto hemos aprendido a domesticarnos, nuestro pan y nuestra casa. ¿Se puede esquivar la melancolía? Tratamos de hacerlo despilfarrando billetes, visitando restaurantes que nos gustan, engendrando hijos y haciendo imbecilidades, como ir al gimnasio. Pero todo eso es distracción, no podemos evitar que, en cualquier momento, el monstruo tinte nuestra alma, nuestro intelecto. Pinker, elocuente júbilo, no pudo haber nacido en la vieja Europa, mucho menos en el Mediterráneo.
Contra la melancolía:
Henri Bergson estudió el pasado y nos ofreció una plausible conclusión: el pasado existe. También el presente, que está hecho de pasado. Somos la síntesis de nuestra historia desde el alumbramiento. Es más, ya antes del nacimiento existen características programadas. «En los sueños y en mi comportamiento cotidiano (cosa común a todos los hombres) yo vivo mi vida prenatal», soltó Pasolini. Dando por bueno lo que dice Bergson, las consecuencias culturales de estar amarrados a lo caduco son tan previsibles como cargantes. Es decir, la interiorización del drama nos impele a sollozar por las esquinas. La melancolía sería un leviatán, un defecto del tiempo que convive y nos atenaza bajo formas diversas. Jordi Gracia describió una de esas transmutaciones en un breve panfleto del todo acusatorio, El intelectual melancólico. Si bien el libro busca atacar el prestigio de esos intelectuales, no deja de ser un bonito agente tóxico contra el ideal nostálgico en general. La paradójica inconsistencia del intelectual melancólico -figura orgánica del siglo veinte- es que, siendo vocero del progresismo liberador hace cuarenta años, ahora florece en una queja amarga e interminable por los efectos del modelo estético que él mismo ayudó a edificar.