Aquel lejano veintiuno de diciembre

El viernes, 21D, estuve paseando la zona que amo y habito, en Barcelona. Contrariamente a la presunción, en mi barrio no vi policía, fogatas o banderas victoriosas (del Caribe). Tampoco antifascistas de negro (las modas cambian una barbaridad), ni carlistas ateos y republicanos (¡pardiez!). Por no ver, no vi siquiera a los oficiales de mi notario, tan disciplinados ellos en el café y el hojaldre de crema de las once de la mañana. Ahora que pienso, quizá sí encontrara en mi paseo a algún carlista auténtico, camino a misa, teba verde olivo, cabello marmóreo y prensa decana bajo el brazo. Respecto a esto del carlismo en el siglo XXI, muletilla periodística, todas mis dudas sobre su pertinencia. El elemento histórico que me parece más afinado referir es la constante española del insurreccionalismo. De hecho, tampoco llamaría golpe de Estado a lo del pasado año, sino una rebelión jurídica, en sintonía interpretativa con el profesor Ucelay-Da Cal. Una subversión de maneras berlanguianas, por otra parte. Aquellos agitadores que salieron a la calle temían llegar a casa demasiado tarde y perderse su propia revolución, retransmitida por TV3.

La jornada del 21D publicitaba (otra) revuelta catalana. Las calles vecinas al mar se vaciaron de apocados, el asunto ya no parecía tan festivo, folclórico como antaño. Entre centenarias construcciones burguesas, una escenografía: sirenas y hombres azules con cascos y realidades (¡La república no existe, idiota!); enfrente, fenomenología de sudaderas, capuchas y consignas de un declive intelectual pavoroso. Mientras, las alturas celebraban una cumbre ‘bilateral’. La incurable sensualidad socialista. En ese amaneramiento estaba el presidente Sánchez en la Condal, visitando al homólogo Torra. Ligoteo pseudoconstitucional, aun cuando, por tradición, los señores de Palau no confunden nunca cariño con intereses; Madrid, entérese de una vez.

Al siguiente día, sábado, el grueso barcelonés cayó en la cuenta navideña y se apresuró con las compras de última hora. La resaca del 21D sería esto, reformulación del ego nacionalista por la vía del consumo feliz, consuetudinario. También por la Lotería Nacional, sorteo que embelesa incluso a los de lazo amarillo en la solapa. Dicho de otro modo, el sábado se encendieron las luces, la orquesta sonó y París volvió a ser una fiesta, aun sobre los escombros de un bochorno. 

Epílogo: 

Según Thomas Carlyle, se nace aristotélico o platónico. Puesto en palabras de José Manuel Blecua, se es recto o curvo y nada más. He aquí el péndulo de nuestro querido repertorio, también de la vida nacional. Los trances ibéricos, si prefieren. En el meridiano de la realidad, aquel lejano 21D, ningún DNI fugó de las carteras. Ciudadanos españoles a todos los efectos, teatro, violencia, afecto.

Feliz Navidad.

La seducción

Leo en un diario pedagogía sobre la seducción. Debe ser dolor de cabeza persistente de algunas personas, anhelo, fantasía. El seductor, la criatura, tiene que ver con la vanidad y el convencimiento de una cierta superioridad sobre las ovejillas del rebaño; depende en sumo grado de la autoestima y un poco de la gracia en las artes del engaño. Y ya se sabe que la autoestima va a depender de la morfología, la etérea sobre todo. En este punto, la criba es cruel. Del nivel de un genocidio. Por cada Jaime de Mora y Aragón hay trescientos jeques árabes seducidos; por cada pequeño Nicolás, decenas de políticos y empresarios debidamente encandilados. El seductor sería aquel sujeto que viaja pero no desea llegar nunca al destino: “It is better to travel hopefully than to arrive”, escribe Stevenson. Es, por tanto, alguien que sueña y sabe que la realidad destruye el sueño. En tal condición, deseo nunca cumplido, se haya la energía del seductor. Cuando tiene su presa, arde en salir corriendo para buscar otra, por decirlo vulgarmente.

Vuelvo al diario: ilustra la catequesis una fotografía con dos bellos actores en actitud erotizante. Habría una imagen vacía, solo continente, poner los huérfanos encantos físicos en el asador. Dos personas en un photo call, a poca distancia del coito por la fama, no son seductores. Son dos urgencias. Tal imagen desvela la estafa del periodismo que escribe. ¿Es ese el significante de la seducción, poner cara de puta y pistolero? “La seguridad de gustar es a menudo un medio infalible para contrariar”, decía La Rochefoucauld. A unos apolíneos les puede costar poco llevarse al huerto de las vanidades a quien sea, a mí mismo sin duda, pero el asunto dista mucho de esa metáfora llamada seducción. Vemos una derrota, la sublimación de la carne, porque olvidamos el afán de Fausto, su búsqueda superior. Tememos al seductor: el cine y ciertas novelas dieciochescas, no digamos Casanova, se han encargado de subrayar el desasosiego, incluso los lodos por los que transita mientras viaja. Pero ya Voltaire nos dejó un pequeño recado: “Un monstruo alegre es preferible / a un sentimental aburrido”.