Esto no va de un búnker en Berlín, el frío tacto de una pistola Walther y el rumor sordo, in crescendo, de las botas soviéticas avanzando. Tampoco se trata de aquella ráfaga de viento, imprevista, determinante, que empujó a los barcos francos sobre las murallas de Constantinopla en 1204, conquista de la ciudad. No es la caída a los infiernos de Jake La Motta, ni el postrer descenso por las majestuosas escaleras de una ya ida Gloria Swanson, en Sunset Boulevard. El poeta Rilke, con su requiem, nos brinda un preciso anacronismo sobre el hundimiento al que me refiero:
“Cualquier cosa
te parecía arder, la tomabas por antorcha
iluminando ese renglón, mas la llama se extinguía
antes que lo abarcaras, quizá con tu aliento,
quizá por el temblor de tu mano, acaso
por sí sola, como a menudo se extinguen las llamas.”
Sigamos retorciendo versos. Fijemos los adornos -que todo lo son- de este naufragio. Una inmaculada vanidad: el pueblo soberano toma cualquier cosa por antorcha. Recordemos: una política nacida en la oportunidad que la crisis brinda, y la aprovecha. El ciudadano está desorientado; hace mucho que ha dejado de leer buenos libros, advierte solo bajas pasiones, cochambre intelectual. El resultado, la realidad, es la inexorable, lenta depresión.
Tenemos, hoy, el mismo decorado, pero sus actores languidecen. Se celebra un gran congreso, y los congresistas forman la más larga cola nunca vista en Occidente, esperando que un taxi les devuelva al hotel. El sector del transporte público se ha sovietizado. En restaurantes y hoteles, decaídos, se agolpan esta semana grupos de chinos y demás. “Un consuelo”, me dice el director de un hotel que factura un cuarenta por ciento menos respecto a años pasados. Se armonizan los trastornos. Hay un ejército, estos últimos meses, de funcionarios armados con cámaras, en busca de terrazas con una mesa de más, con un macetero que sobrepase un palmo el espacio reglado. Las terrazas, en París, Londres, Madrid, son almas de la vida urbana.
Están, además, otros detalles, y no son menores. Enturbian con su espesura estética el concepto, milenario, de ciudad. El jueves, cincuenta personas abanderadas recorrieron la Diagonal, escoltados por la policía, causando un enorme caos circulatorio. Era esta una potestad de aquellas juventudes del tipo que acariciaba la pistola Walther en su búnker, la apropiación del territorio público (cívico). Los comandos del jueves desfilaron ante mí, tomaba tranquilamente un vino en el antiguo José Luis, y me llamaron fill de puta.
Regresemos a la inmaculada antorcha, báculo extinguido. No ilumina propiamente, pero se sitúa, ella misma, heroína de los tiempos. Desprecia al Jefe del Estado y sube, de negro, a un atril (brilla, se aprecian los beneficios del bótox), alertando al mundo del peligro populista (“de ultraderecha”, dice), que es ella misma, aunque no lo sepa, aunque lo disimule, aunque no queramos saberlo. Nosotros, barceloneses, zozobrando.