Tratamos indisimuladamente de esquivar a la muerte. Tememos su contingencia, aunque conocemos la inevitabilidad. Paseamos por el tiempo bajo una suerte de inconsciencia sobre el drama. Según el sociólogo alemán Wolfgang Sofsky, nos engañamos, buscamos olvidar a través de la cultura aquello que no puede ser olvidado. No sólo las grandes obras, los monumentos, la riqueza y ciertas instituciones que parecen inmortales; también la ironía y el detalle en apariencia frugal, los refinamientos de la civilización, pueden ser elevados como parte de esa voluntariosa inconsciencia. Hay unas reflexiones encantadoras de Montaigne en sus essais, libro más consistente -también cálido- de lo que yo pueda soportar mucho tiempo, sobre la muerte o sobre el momento en que nos viene ella a rescatar: este señor se preocupaba por el modo de morir y prefería, en su fantasía, hacerlo gracias al brebaje de Sócrates que hiriéndose como Catón; o deslizarse por un río tranquilo en vez de acabar en un horno ardiente. Hasta en eso Montaigne resulta moderno. Imagina coger la mano de la señora negra (o blanca), de repente y sin dolor, sin muchas presentaciones. Particularmente, imagino glorioso, unos días antes de largarme al reino de Caronte, pasear por ahí como una reliquia, a la manera del anciano Príncipe de Ligne por los salones del Congreso de Viena. La última ostra, otra copa de champagne, el postrero revolcón. Yo quisiera un testamento así, pleno de vida, mensajero de una época muerta.
El fin
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