El viento político que sopla, desde los sepulcros de nuestra querida guerra civil, trae una fragancia. No como si viniera atravesando campos de rosas, precisamente. Hace años, cuando frecuentaba la Facultad de Filosofía y Letras, existían ya grupos de estudiantes autodenominados antifascistas. Habían constituido, a partir de retorcer un poco las normas de la Universidad, la práctica de la democracia directa, dotándose del instrumento asambleario y con el comité central en la cafetería. Cuánto pulir mesas, arañarse la conciencia, abrigar amores con citas de Engels, aquellas caras tempranas de Podemos. Eran mucho más activos fuera de las aulas que dentro de esas. Con una huelga de vez en cuando, edificaban su pequeño soviet, tensionando e incidiendo en la vida universitaria de alumnos y profesores. En sus asambleas, los líderes hacían parlamentos de una melancolía e irrealidad espeluznantes. Leían a Harnecker, a Gramsci y las cosas más obscenas de Chomsky. No tenían, todavía, a Laclau.
El caso es que esa minúscula escena transcurría a mediados de los años noventa del pasado siglo. Época en que Barcelona disfrutaba de un prolijo y dilatado ambiente de creatividad artística, literaria, ociosa, sensual. Había, por tanto, antifascistas sin fascismo.
De aquellos tiempos hasta el hoy, en mi conocimiento no está el hecho de un cambio de régimen político, estrictamente; si bien sí, de manera notoria, de ambiente. El procés, los amoríos del burguesito Artur Mas con la CUP, aglutinaron y dieron carta de naturaleza a las viejas e insignificantes energías antisfascistas. Cataluña, inspiración hispana; una vez más.
De tanto invocar al enemigo, se acaba por conseguir su aparición, fantasmal, incesante. Presente en uno mismo. Paródica en las reacciones, ridículamente anacrónicas, mas sujetas a ese gusto insufrible e historicista del europeo. La fascinación del actual imaginario antifa se arma en el populismo dominante, apariencia de izquierda (léase a Ovejero). Invoca a un enemigo fantasmal con íntimo (e inconfesable) ardor. Alberto Savinio consideró el fascismo una “obra colosal de homosexualidad” en que “el dictador representa el elemento activo y el pueblo el elemento pasivo”. Y, aunque carecemos de un superfalo al que someternos, el asunto casa, creo, bastante bien con las subjetividades del momento. Es decir, con la llamada diaria, pesadísima, del antifascismo núbil.
El postrer derrotero del antifascismo, dominado ya el lenguaje y en conquista de una misteriosa sexualidad, sería la graciosa gestación de un régimen inspirado en aquel palacio del bardo Ismail Kadaré, en el que incluso los sueños se ven sometidos al control político. La inspiración sería orwelliana, si bien nuestro bardo contemporáneo superó el mito del totalitarismo gracias a sus vivencias en la Albania de Hoxha, la más severa de las democracias populares en Europa.