El juicio prosigue en la Alta Corte. Antes, los escribientes clavaban tinta sobre la piel del dios Folio -literatura de roca-; ahora, con el micrófono que se traga a testigos y acusados, todo parece más ligero y anodino. Mas no ha muerto la literatura: están los tentáculos de simpática huella, resúmenes a las audiencias, traducciones a gusto de cada cliente, sea izquierdo o derecho o inconsistente ideológico. Para este fin educador existen profesiones, poetas incluso. Y abusos lenguaraces.
Veo, de nuevo, ‘Primera plana’, de Wilder. Se trataría de un relato a propósito de la sangre periodística; pero el ironista (genial) de origen alemán se valió de la cámara para ridiculizar a miserables homo sapiens en tareas que le son propias, como la cacería, con sus seculares miserias, sus imperdonables encantos. Aparece el político, el policía, el revolucionario. Aquí, en el Supremo, en la prensa, nos falta la prostituta, que en la historia de Wilder representa el resquicio del amor. Pero no perdamos la fe.
El periodismo, visto de fuera, conserva todavía un aire novelesco, como el del detective, tan cercanos ambos. Hacen un gran servicio a la sociedad, aunque en ocasiones se pierde el sentido de su tarea. Respecto a este juicio al siempre entrañable insurreccionalismo hispano, brota el verbo como de una fuente mitológica. Ni César asesinado alzó tantos templos de palabras, suscitó aseveraciones, hiladuras, manías, caminos tortuosos para la literatura política. En el ínterin, uno siente que debe palparse de vez en cuando las alturas humanas (españolas en mi caso) de un metro setenta: estamos los hijos escribientes de esta centuria retorciéndonos sobre el papel, en el afán de gustar y gustarnos. Sigue, Justicia, ciega tu camino.