Derribo del catalanismo, con Otegi al fondo

De entre todas las derivas ocurridas en Cataluña desde 2012, hay una elocuente. La imagen que mejor la resume es la de Arnaldo Otegi tratado en la calle como un personaje notable y simpático. Una figura con quien hacerse fotos y sonreír, incluso con niños posando. El significado de este hecho tiene implicaciones históricas, no ya morales o de higiene política...

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Colau y la revolución

A estas alturas del nuevo siglo, descartadas catarsis imaginativas, podemos afirmar que la revolución ha muerto. O al menos, no se la espera como antes. Eso que llamamos ‘opinión pública’ y los mecanismos cínicos del sistema democrático han acabado con ella. Quizás a Pedro Sánchez le apetezca, por vanidad, darle el puyazo nombrando a Iglesias ministro de alguna cosa. En verdad, y después de los denodados trabajos de la elite podemita estos años, vemos perecer, por fin, al monstruo. Sus últimas apariciones, en España, obedecen a lo que Marx calificaba de “miserable farsa”.

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El zurdo, una semblanza

Si hubo en la movida madrileña un chico de verdad moderno, vienés decadente, fue Fernando Márquez Chinchilla. Enjuto, flequillo lacio y siempre limpio, gafas de pasta negra, suéter de pico, parecía el sempiterno estudiante de letras. En aquel Madrid menos brillante y más tierno -en palabras de Luis Antonio de Villena-, Márquez, apodado El zurdo, fue apóstol del momento: publicaba fanzines, afinaba su voz temblorosa, dibujaba y escribía canciones como pequeños tesoros. Seguidor púber de Falange purísima y, por tanto, en esencia romántico, dio alma a La Mode, después del experimento Kaka de Luxe, grupo francamente malo pero ejemplar (1978).

En ocasiones, las personas encumbran alturas que lo son por la espontaneidad, un sentido gracioso de la calidad. La Mode, banda de tres (Márquez, voz, letras; Antonio Zancajo, líricos punteos; Mario Gil, hombre orquesta), bosquejaba la elegancia y engolamiento de Brian Ferry. Una escena musical heterodoxa en general y bastante ortodoxa en los particulares del último sentimentalismo pop; imitativo, versátil, acomodado en los lenguajes y contralenguajes ibéricos. Caleidoscópico, de Vainica Doble a Derribos Arias, Burning o Serrat, por poner ejemplos de la desmesura cultural.

Tribalizándose el mercado juvenil, La Mode era gusto de los llamados con desprecio modernos, chicos que pasaron de la trenca al jersey con hombreras, de Becquer (sin abandonarlo del todo) a El Cairo, prosélitos de las líneas claras, guitarras con chorus y alados sintetizadores. Para algunos, tal formalismo sería el cimiento del desencanto, o una suerte de lógica pseudofranquista que mataría la escena. O movida, ese rudimento cariñoso con que el socialismo oficial envolvió a Madrid para ganárselo. La criatura no estaba nada mal. Sin embargo, puede pensarse que las cosas interesantes, por naturaleza, duran siempre poco. En la opuesta acera a aquellos modernos, estaba la ilusión sistémica del antisistema: Germán Coppini vociferaba «¿sabías que a Bryan Ferry le huele el aliento?». Todo era bastante feliz e inocente.

En cualquier caso, El zurdo fue un artista destacado entre la multitud de atribulados, insolentes púberes, jetas warholianos, mediocres, cuentistas que pulularon, haciendo mucho ruido, por el Madrid de los ochenta. Mejor, incluso, en su empalagosa pulcritud. Cantar en la cuerda floja le fue perdonado gracias a Aquella chica, una pieza canónica. Siendo un joven madrileño de clase media se podía montar un grupo musical y escribir ternuras del tipo «quiero ser tu hermano mayor, mitad maestro mitad bufón». Tenía, condición deseada por los fans baudelerianos, cierto aire maldito. Con voz dulzona, amanerada, lo justo desentonada, le decía al micro, respecto al eterno femenino:

“Tienen ese algo misterioso

que daba miedo a Leonardo y a Amiel,

que sólo las minorías entienden,

que hizo a Warhol esposo de su cassette.”

(Esta nota ha sido publicada en el blog de Carmen Álvarez Vela: https://carmenalvarezvela.com)

Salvados

Los últimos gritos del empoderamiento político (que debemos ya dar por resuelto) son una niña atormentada por el planeta (Tierra) y la diputada más joven del Congreso. El juicio a los movimientos antisistémicos, desde Robespierre más o menos, se ha hecho con bayonetas y letras, librando batallas intelectuales y propagandísticas. Con la postmodernidad, el sistema aprendió a darle al pueblo su propio opio, la vanidad, que resulta era la misma golosina que inspiró a Marat y los suyos. Benetton, o su publicista, tuvo una premonición tras caer el muro de Berlín y llenó Occidente de mensajes incorrectos para vender más camisetas. Luego, como es consuetudinario, lo incorrecto se fue tornando nueva corrección y los irreparables melancólicos se vieron confinados a las catacumbas intelectuales. Cosa sofisticada, un sistema que juega, en apariencia, a la ruleta rusa. Aunque los enemigos no son lo que eran. Quizás la deriva reaccionaria de la izquierda, Ovejero dixit, sea el postrer modo de esta de amoldarse definitivamente al capitalismo (vencedor).

En todo caso, vamos a los últimos chillidos. A partir del primero -Greta Thunberg- puede establecerse que al público sigue conmoviéndole una Baby Jane. Y permanece en la reserva de los lugares comunes cómo suelen acabar estos prodigios inmaduros, cuando ya no entretienen a nadie. Muñecas rotas, habrá que llamarlas para no ofender al género de la gramática. La niña Thunberg reúne todas las condiciones para una historia triste, un drama del gusto de Hollywood dorado, con familia singular, intereses oscuros y la tierna debilidad y descaro de la protagonista en cuestión. Un cuento de franca humanidad. En un orden menos interpretativo, ensombrece el ánimo observar a grandes instituciones (ONU, Parlamento Europeo, donde ha discurseado la criatura) celebrando tan grotescas funciones. 

De niña a mujer: nuestro segundo grito se llama Andrea Fernández, cuenta veintiséis años y es diputada por el grupo socialista. Esta cumplida empoderada se ocupa no tanto del inminente apocalipsis, sino de los desórdenes del heteropatriarcado, tiránico régimen del que todos los hombres por el solo hecho de serlo somos responsables. Y los vicios inmundos que nos entretienen. Nuestra salvadora se postula para la imperiosa censura (el eufemismo es necesidad de regular), orientando su sensibilidad benefactora hacia la pornografía. En su argumentario de intachable reaccionaria brilla la categórica afirmación de que el porno “educa a las manadas”. Hay en tal asunto una feliz sincronía y sitúa a la izquierda en lo más alto de la decencia, ese recato de naftalina que advierte sobre la degeneración: los prohibicionistas de la pornografía tienen a una diputada en Cortes.

A riesgo de parecer inoportuno, no diré cabal, cabría una objeción general a ambos ejemplos citados, y se refiere a las fuentes: Greta no es una experta en el clima, siquiera ha tenido tiempo todavía de entrar en la Universidad ni, seguramente, leer las páginas del viaje de Ulises en que se describen olas gigantes y poderosos vientos provocados por el rayo de Zeus, que agitan el vinoso ponto; en cuanto a Andrea, nuestra compatriota, sus diagnósticos resultan tan aventurados como la edad que los proclama. No faltarán conversos entusiastas de su cruzada y bosquejos de hombres nuevos que activen un control parental en sus móviles y ordenadores. Por último, y respecto a la correspondencia entre estas dos cándidas ideológicas y las instituciones que las arropan, fascina la imparable conquista y triunfo de la imbecilidad.