Emerge sobre las aguas de Dalmacia, disputa de bizantinos, sicilianos, turcos. Tiene, al igual que otras alhajas del continente, un viejo capoluogo (de nombre homónimo Hvar) donde pervive la serenísima arquitectura. Memorial de piedras gastadas, Europa en sus límites balcánicos. Si hubo batallas y piratas, ahora amarran por allí yates de bandera itálica con mujeres despampanantes, ricachones horteras y todo aquel que tiene una Ibiza en la cabeza, sus vicios fabulosos. A esto le llaman veranear. En contraste, algunos veleros de corta eslora cumplen un plácido itinerario por el laberinto de agua, miríada de ínsulas croatas: más de 1200, sólo cincuenta habitadas.

En las terrazas y restaurantes, en las tiendas de souvenirs de la capital, puede apreciarse la histórica arrogancia con que los italianos se dirigen a los autóctonos. Tengan o no dinero que los eleve, caminan por encima del suelo. El fenómeno, de raíces añejas, es común en toda la geografía antes yugoslava, patio trasero de Italia durante siglos. La soberanía de Hvar puede (y debe) atestiguarse huyendo de la capital y de los fatuos hijos de Dante.
Hacia el este se halla la población más antigua del país, Stari Grad (Ciudad Vieja), surcada por callejuelas de adoquines. Allí localicé un restaurante, y en el restaurante un balconcito con una mesa y dos sillas desvencijadas. Fue ese el lugar de las noches, adonde traían cazuelas de almejas (con una fina salsa de cebolla, tomate rallado y un chorro de vino), lubinas y doradas a la brasa, cigalas salteadas con apio. Como en Vis, pueden hallarse tipos humanos evocadores de una Europa más romántica, reminiscencia del espíritu hippie. Un señor barbudo, que había vivido en Argentina, me enseñó su casa de piedra medieval, austera, con angostas ventanas, pues el invierno aquí es largo y riguroso. Me invitó a un café y trajo un libro de Lope, se apareció España tan lejana y exótica. Stari Grad, su pequeño puerto de sosegados paseos, sin grandes yates ni visitantes presumidos, es el centro urbano de una llanura mítica, donde los primeros fundadores (griegos) comenzaron a cultivar. Son huertas de dos mil cuatrocientos años, en las que se distinguen las vides y sus regalos. Caldos blancos, tintos extraordinarios, algunos de evocación francesa, que guardan fama en toda Croacia.

Siguiendo la ruta hacia el este por una carretera enrevesada, se alcanza el pueblecito marinero de Jelsa. Había, cuando arribé, una fiesta. Los aldeanos tenían una vaca entera (cabeza y cuernos incluidos) ensartada en un tubo metálico giratorio; ya llevaba dos días dando vueltas sobre las brasas, carne suculenta y melosa, mojada con vino local. En las proximidades de Jelsa, hay un tenebroso túnel, única vía de comunicación con Zavala y sus calas solitarias. El orificio (de 1400 metros de longitud) fue construido en 1962, no dispone de iluminación y soporta una sola dirección del tránsito. Un semáforo, el único en la isla, organiza el tráfico.
Si uno tiene ánimo de conducir bajo ciertas dificultades (curvas y algún vehículo invasivo), puede continuar hacia el este, por parajes en que habita la caza, poblados casi invisibles, cuatro tejados de piedra y un diminuto campanario, senderos blancos que serpentean hasta el mar. El viaje, algo anodino, escaso de signos humanos, finaliza en la remota localidad de Sucuraj, donde la isla se hace angosta y perece bajo las aguas. En la capital me hablaron de las gentes de este lugar con la altivez característica de los capitalinos. Sesenta y ocho kilómetros de tierra son suficientes para aflorar el italianísimo (también balcánico) fenómeno del campanilismo.