
Calcé zapatillas, intempestivo, cuando el brillo de los muertos. Lomos y cordeles del insomnio. Frente al frigorífico, mientras sacaba una botella de agua azul, sacudí unos recuerdos. Piel mil veces arañada. Los habituales desencantos, la fantástica belicosidad de los sexos. Fúnebre luna, que llaman nueva cada veintinueve días. Comprobé el frío del agua en la mano derecha, acero Bogart en sus canónicas despedidas. Con Stanislavski se echó todo a perder, por eso a Bogart se le cae ya hasta la pistola, concurrí al fin.
La ensoñación, principio de todas las acciones: volvemos al sortilegio medieval. Durante el trance ante la nevera, vi también ruinas pobladas por otros, vi saqueadores. Animado, hallé resguardo en las convicciones de hombre normal, aquellos primeros instantes de gloria incierta, las trompetas y el alba que anuncian las alturas. Así seguiría mi abrazo: la manera de querer sin solución, de pegar fabulosos cañonazos y emboscarse después.
En tal ajetreo, sobresalía del cajón de fiambres un paquete de mortadela con aceitunas. Decía mortadella italiana, era rosácea, miraba con siete ojillos verdes que un operario había distribuido en la masa de carne primigenia. Fábrica de Brescia. Lote 04.177.878. Y llegué al abismo, alguien lo había ya prescrito: “caducidad 03/10/11”.
Bellamente hemos alzado la vida hasta cimas improbables. Hombres, mujeres, mortadela ¡vayamos en orden desfilando! Pongamos delante a Olimpia, a Carlomagno, a un demente, a un imbécil, a un general, al primer carpintero. Fabulo una muerte en cada letra.