En diciembre de 2018, cuando la muchedumbre nacionalista protestaba en las calles, un policía antidisturbios le espetaba a un manifestante: “¡La república no existe, idiota!”. La frase se hizo célebre, pues ponía en evidencia la circunstancia (repetida muchas veces desde 2012) de calentura y ficción políticas de millones de catalanes. También porque el agente, con naturalidad y sentido común, advertía al atribulado un hecho constatable, que revocaba la lógica de su protesta: no había nada donde él veía una república, fuera del deseo político.
El fenómeno de la existencia es harto complejo. Si esa república catalana no existe ajustada a derecho, observamos sin embargo un torrente ideológico que ejerce su gobierno sobre el conjunto de la ciudadanía, sobre Cataluña entera. Hallamos demasiados indicios de una república, múltiples elementos. Algunos nuevos; otros a los que, de tan viejos, nos hemos casi habituado. Veamos, por tanto, las pruebas fehacientes de tal existencia. La república existe en los niños adoctrinados. En la inmersión lingüística. En los libros escolares de texto. En los patios de los colegios donde se espía a los alumnos. En el acoso a los universitarios no republicanos. En el rectorado de la UAB que lo permite. En las presiones políticas sobre el profesorado desafecto. En todas las instituciones de la Generalitat. En la coacción ideológica a personal sanitario. En los bomberos que se enfrentan a la policía. En el menosprecio al castellano. En la rotulación sólo en catalán de los supermercados. En las cadenas de televisión y radio públicas catalanas. En las emisoras de Godó. En el informativo regional de TVE. En plaza Sant Jaume. En Waterloo. En las transacciones de la Generalitat a artistas, cineastas e intelectuales orgánicos. En los incontables chiringuitos acólitos. En las inversiones hoteleras de los Pujol en México. En sus cuentas de Andorra. En el Camp Nou. En los tejemanejes de Jaume Roures. En la cabecita de Iglesias. En los manifiestos que piden “diálogo”. En las calculadas equidistancias. En la labor de Otegui en Barcelona. En la extraordinaria picaresca de Rufián. En las familias peleadas. En las cenas navideñas; prohibido hablar del procés. En las caceroladas que no dejan descansar a los vecinos. En los hijos de la burguesía que votan a la CUP. En las fachadas de cientos de ayuntamientos. En las listas negras de policías, periodistas y empresarios desafectos. En los escupitajos a Josep Bou, mientras se dirigía a los premios Princesa de Girona. En el puñetazo que Joan Leandro propinó a una señora que portaba la bandera del Reino de España. En los disturbios de octubre. En las brechas que los contenedores quemados han dejado sobre el asfalto de Barcelona. En los cortes de carreteras. En la ruina de muchos negocios. En la huída de más de 5.500 empresas. En la herida moral imperante en la sociedad catalana.
En efecto, la existencia o no de algo está sujeta a diferentes (y a veces divergentes) contingencias. ¿Quién puede negar, por ejemplo, la realidad de Macondo o de aquel planeta de baobabs en que vivía El Principito? Hay también ejemplos históricos de un idealismo desgarrador: los heroicos últimos de Filipinas que lucharon hasta el fin por una España ya rendida. Y episodios singulares: el 58% de los británicos cree que Sherlock Holmes realmente existió. Con todo, el voluntarismo ideológico y la obra del pujolismo durante cuarenta años ha conseguido una especie de existencia -la de la república catalana- no tan irreal como podría pensarse. Y si no, que le pregunten a Oriol Pujol.
(Nota publicada en Ok Diario)