
Tras el balcón había un edificio, más allá la calle, árboles, el trozo de cielo que recuerda al futuro. Su idea vigente, advertida por las pinturas del maestro Patinir. Entre aquel mamotreto de ladrillo rojo y mi salón, un espacio adornado de errantes y sirenas de cantos perturbadores. La vista humana, superior a la mirada, está constreñida al hecho cultural. Cada soledad ve y ama como debe, sería la prueba de integración que nos dispensa de una bárbara sociopatía. Y, en un orden simpático, se atiborra de bagatelas: viajes, esperanzas, lecturas, fotografías, nostalgias acumuladas. Reino animal, un ñu cualquiera mira la otra orilla del Serengueti como lo hizo su antepasado hace cien mil años. Con la misma sabiduría y ventura. Con idéntico miedo. En este aspecto, seríamos animales poco cualificados, igualmente poéticos.
Cuando veía el edificio de enfrente, el sol se embarcaba en un cuenco de oro para ‘llegar a los abismos de la sagrada noche tenebrosa’, cuajo del poeta Estesícoro. Así, el hecho cultural esparcía nuevos tonos para los humanos y su ridícula, vanidosa creatividad. Gracias al prodigio tecnológico, las luces convertían el salón en una nave flotante. A los que fascinó Hitchcock con su indiscreta ventana, la Kelly en deshabillé, el fotógrafo Stewart, pueden apagar la lamparita junto al sillón y ver la otra orilla, paladearla. Añadí a mi biografía un vaso más de Ardbeg. Luego hojeé un libro que afirmaba a Garibaldi como la persona que participó en más revueltas, revoluciones y guerras de todo su siglo. Quien eso había escrito era sin duda ajeno a las andanzas de esta vieja nación española. Yo en este saloncito, sin ir más lejos: sonó el timbre de la puerta, un retumbar telúrico, horas intempestivas. A nadie esperaba, pudiera ser el futuro, los labios de la otra orilla.