Un virus para la posverdad (V)

En la gestión de la pandemia, este Gobierno ha colocado a España en cotas de leyenda negra. Lo cual, digamos, ahonda en una funesta tradición -inventada o no, exagerada por ciertos intereses patrios y extranjeros, alimentada durante el Franquismo- que el país había conseguido quitarse de encima en las últimas décadas, amén de la modernización iniciada por unos ya lejanos tecnócratas y consolidada en democracia. Embarrado por un atropello de tardías y pésimas decisiones y una abultadísima cifra de fallecidos, el actual caso político nos pone en un desprestigio nacional e internacional con el que se deberá cargar en los próximos y decisivos tiempos. Un estado de melancolía con importantes pretendientes a su rescate y los riesgos derivados. La corrupción del vigente gabinete de inútiles (no se aclaran ni al redactar un decreto) está en su concepción del ejercicio político, y tiene dos manantiales: el de un populista bolivariano y el de un lúbrico mediático. El primero aguarda la oportunidad para, desde el Estado, subvertir el constitucionalismo en otra cosa, partisana, nacionalizadora, de espíritu anticapitalista (en la CEOE lo tienen claro y así lo han manifestado públicamente). El segundo es un animal político, no parece seguir ningún ideario, excepto el que hoy pueda instrumentalizar para perpetuarse mañana en Moncloa. Ambos personajes convergen en una perversión gigantesca, la del poder que tiene a la mentira (la posverdad) como principal herramienta de uso, sin ningún tipo de sonrojo ni precaución. El resultado es una democracia en horas bajas, merced a una oposición (hay gratas excepciones, como el sorpresivo Almeida) que carga todavía con complejos de inferioridad, aplanada por una época de valores blandos y referentes idiotas. Panorama poco halagüeño, los medios afines trabajan denodadamente para que cualquier atisbo de crítica sea denigrado, por cuenta de las exitosas etiquetas (caverna, ultraderecha). Luego está la reina televisión (la web no la mató), abono diario de la estulticia por vía del entretenimiento político (ahorren ingenuidades del tipo “ofrecemos un servicio público”, somos enanos pero viejos). Incluso, y excusen esta vía de escape argumental, los humoristas y demás farándula, siervos de la izquierda, nos proponen sus infectas ocurrencias; lo hacen para retener algo del botín público. Es quizás éste el sector menos dado a la coherencia entre lo que proclama y lo que en realidad ha hecho siempre y sigue haciendo. Todas las toneladas de demagogia se vierten sobre el español medio, una gruesa bolsa humana que, antes, estaba rendida a la institución familiar, con sus entrañables sistemas de verificación, como los problemas de papá en el trabajo, derivados de un jefe envidioso, o las croquetas de mamá, insuperables. Pero “aquellas familias ya no existen, en su lugar se ha instalado la web, un espacio que permite hacer conjeturas sobre lo que se quiera. Y todo ello para satisfacer la más grande esperanza que pueda motivar a un ser humano: la de ser reconocido por sus semejantes, aunque sea solo por un like”, escribe Ferraris. Respecto al juego de la política, en una nación abotargada, empachada de eslóganes y debates estériles, el cuerpo electoral sanciona lo que sanciona. Inyectada la plebe en burdos conceptos ideológicos, en la casi imposible comprobación de la veracidad del relato (al que habría que comenzar a denominar, por salud mental, ‘cuento chino’), los líderes deben brindar ufanos, conocedores de una circunstancia tan benévola a su maraña de posverdad.

(Nota publicada en Ok Diario)

Españolerías

«Cada pueblo tiene sus cóleras, y ya el padre Gracián, que no rechazaba los Cariñena, pese a su delicado estómago, advertía que la ‘cólera natural del español exige la libertad de palabra’», escribía Álvaro Cunqueiro para justificar sus letras sobre saberes, invenciones y gozos de la imaginación coquinaria y vinícola. Con parecido espíritu, que no pluma, inicia Barcelonerías un blog coquinario, o cocinólogo, término éste de Xavier Domingo.

Si gustan, pueden ya comenzar a leer esas españolerías, que irán publicándose periódicamente, pinchando en el siguiente enlace:

Españolerías

Gracias por su amable atención.

Un virus para la posverdad (IV)

Más de trece mil fallecidos. El cómputo macabro, cuando sobrepasa ciertas cifras, deja de conservar un valor, digamos, espiritual para presentarse frío, carente de emotividad. En una consideración desiderativa, vale lo mismo un muerto que diez mil, pero la gran suma es ya sólo eso, estadística. Difícil acercar un único relato siendo tantos los que contiene, particulares, dramáticos para muchas familias. Consideremos, además, la lista de daños colaterales, personas que esperaban una intervención y que no han podido ser atendidas. Doy un dato, que no pretende culpabilizar sino poner luz: en el hospital general de Vall d’Hebron (Barcelona) hay operativos solamente cinco quirófanos de veinte. 

Luego está el tema cultural. España, me da la impresión, nunca ha sido muy buena recordando, a pesar de la machacona propaganda de la memoria. Eso nos lo pueden explicar los parientes y amigos de los asesinados por el terrorismo, por ejemplo. Digamos que es la nuestra una nación en que la simbología de los caídos está sujeta al desprecio, sea por desidia, pereza o por algún interés político. 

No iba a ser menos en el aspecto de la tabula rasa, del olvido sinuoso, este Gobierno de la posverdad. Recorrido un camino lleno de obstáculos, salvados todos con las artes de un príncipe maquiavélico, el presidente se ha acomodado en las charlas televisivas y en las ruedas de prensa a su medida, que quizás le parezcan a él suficiente compensación a los dislates de la gestión gubernamental de la pandemia. En cualquier caso, Sánchez debe conocer bien la distendida psicología de los españoles, a la que fía su juicio para la posteridad, o sea, el secular mecanismo patrio de vivir en un presente sin melancolías. Y a otra cosa, mariposa. Los muertos, ausentes de cualquier crónica, de toda imagen que no sea el estremecedor y siempre caduco número, no merecen ni un postrero adiós y sus allegados lloran invisibles en pisitos, tras los balcones tristes donde no suenan ni aplausos ni canciones del Dúo Dinámico. 

Sánchez está construido a la medida del populismo y sus maneras. Estas no incluyen necesariamente la verdad, como sabemos, sino las múltiples e intercambiables verdades según la necesidad del momento. “Nadie (aparte del Mesías) tiene la pasión de la verdad, a menos que no sea la propia”, escribe Giuliano Ferrara. Superando lo posmoderno, nuestro líder -que es un líder de su tiempo- se apoya en la sacrosanta credulidad del nuevo milenio: aunque se demuestre la falsedad de un argumento, el éxito de la denuncia se ahoga en el relativismo. Así, no existe una verdad, existen muchas y podemos echar mano de la que más nos guste cuando convenga. Este es el magnífico fruto, esplendoroso principio de aquel renacimiento nietzscheano que las izquierdas fecundaron el siglo pasado. Un monstruo que ahora nos domina.

Con el decreto del estado de alarma, Sánchez prueba una cosa populista: el cesarismo. Deslegitimada la fuente de autoridad del saber, estos políticos de inédita talla erotizan la práctica del poder con la otra secular fuente de autoridad, el imperium, como bien apunta el filósofo Ferraris. A dicho fenómeno tenemos que añadirle, inmaculado adorno de la posverdad, el papel que el emperador de Galapagar y su partido juegan en la actual trama: gesticulación, insolvencia intelectual, pero también descrédito del régimen vigente (socavar el capitalismo es tarea más enjundiosa). Resultan entrañables las alocuciones públicas de estos señoritos, arañazos al léxico y ensombrecimiento estético del poder: como soñador bolivariano, Iglesias advierte de la existencia de un golpismo, y uno ya va teniendo la mosca detrás de la oreja respecto a tales mensajes, en absoluto inocentes. La próxima semana, si es que no lo hemos hecho todavía, hablaremos de la imbecilidad.

(Nota publicada en Ok Diario)

Un virus para la posverdad (III)

La semana pasada cerraba mi nota con tonos bélicos, recordando que la Gran Guerra (1914-1918) supuso el final de un mundo, el largo siglo decimonónico. Hoy, la vuelta al planeta Tierra del COVID-19 podría tener las consecuencias culturales de un conflicto mundial, pues ya intuimos que, tras su paso, nuestras sociedades no serán las de antes, aunque el ‘antes’ se sitúe solo dos o tres meses en el calendario finado. Dicen las almas agoreras que experimentaremos una especie de posguerra. Sobre ello, una puntualización: se habla muchas veces de las posguerras (la nuestra de los años cuarenta, por ejemplo) como periodos durísimos. Sí, durísimos, pero ¿comparados con qué? ¿con las anteriores bombas, masacres y campos de batalla? Bien, advirtamos el pasado para el futuro, si es que de algo pudiera servir a alguien, además de asustarnos todos.

El apocalipsis ya está aquí (en realidad nunca se fue, pero la tesitura le brinda una magnífica ocasión para publicitarse), y nos coge encerrados en el domicilio, donde las ideas y los temores tienen poca posibilidad de airearse. Gracias a las redes, que lo son todo en un mundo de posverdad, los bulos, las tergiversaciones y los chistes más o menos malos, más o menos realistas, se transmiten de un modo abultado. El mecanismo de este nuevo mundo que ya no es el posmoderno sino el postruista, según las tesis de Ferraris que aquí seguimos, es fácil: las redes sociales convierten al receptor de ‘noticias’ en productor y transmisor. Todos podemos expresar nuestra opinión, aunque no sea razonable, aunque sea una imbecilidad, con el perjuicio de que, además, tal opinión puede tener éxito.

Pero el poder conserva su espíritu, mayormente dedicado a la propia supervivencia. Gozamos de un Gobierno que disimula su incompetencia con propaganda populista. Cada mala noticia deriva de aquella torpeza. Y Sánchez intenta mitigarlas con charlas sentimentales en televisión y turnos de preguntas de estilo régimen autoritario (periodismo gregario). Por su parte, Iglesias sigue como un postruista ad hoc, paladín de la posverdad. Así, sale de su ministerio simbólico y ordenancista una idea tan vieja como diseñada para la actual ocasión: los empresarios son malos, se aprovechan del pobre trabajador. De tal manera, allana el terreno con demagogia para una posterior acción, la de la marginación del eterno enemigo de la izquierda, el cruel patrono. Quizás la renovación de un discurso populista rancio encuentre fortuna, pues el terreno está, ideológicamente, bastante llano desde 2008, merced a una incesante campaña mediática. Hay unos cuantos millones de españoles extraños a la crítica ilustrada, fenómeno que Ferraris explica así: “Ajeno a toda cautela crítica, impermeable a cualquier desmentido, el postruista verá en las voces disidentes los hilos de una telaraña universal, de una maniobra organizada por poderes fuertes, aristocracias intelectuales.”

Como es público y notorio, el fin de semana, con nocturnidad, el Gobierno siguió la senda de hundir la economía y flirtear con la inseguridad jurídica, sin consultar a nadie (ni a empresarios, ni a la oposición, ni a Europa). Las formas del gabinete son, por tanto, del secular y muy castizo ordeno y mando. En cuanto al fondo, resulta preocupante evocar la conocida erótica del poderoso que avanza en su particular control de los gobernados, al fin súbditos y no ciudadanos. En cualquier caso, quiero finalizar esta nota semanal, querido lector, con esperanza reformadora y plausible optimismo. Estando el país en confinamiento y los españoles con mucho tiempo a su disposición, exorcicemos las sombras que se ciernen sobre la nación y alberguemos una posible ganancia: lo dejó escrito Samuel Johnson, “todo progreso intelectual deriva del ocio”.

(Nota publicada en Ok Diario)