Más de trece mil fallecidos. El cómputo macabro, cuando sobrepasa ciertas cifras, deja de conservar un valor, digamos, espiritual para presentarse frío, carente de emotividad. En una consideración desiderativa, vale lo mismo un muerto que diez mil, pero la gran suma es ya sólo eso, estadística. Difícil acercar un único relato siendo tantos los que contiene, particulares, dramáticos para muchas familias. Consideremos, además, la lista de daños colaterales, personas que esperaban una intervención y que no han podido ser atendidas. Doy un dato, que no pretende culpabilizar sino poner luz: en el hospital general de Vall d’Hebron (Barcelona) hay operativos solamente cinco quirófanos de veinte.
Luego está el tema cultural. España, me da la impresión, nunca ha sido muy buena recordando, a pesar de la machacona propaganda de la memoria. Eso nos lo pueden explicar los parientes y amigos de los asesinados por el terrorismo, por ejemplo. Digamos que es la nuestra una nación en que la simbología de los caídos está sujeta al desprecio, sea por desidia, pereza o por algún interés político.
No iba a ser menos en el aspecto de la tabula rasa, del olvido sinuoso, este Gobierno de la posverdad. Recorrido un camino lleno de obstáculos, salvados todos con las artes de un príncipe maquiavélico, el presidente se ha acomodado en las charlas televisivas y en las ruedas de prensa a su medida, que quizás le parezcan a él suficiente compensación a los dislates de la gestión gubernamental de la pandemia. En cualquier caso, Sánchez debe conocer bien la distendida psicología de los españoles, a la que fía su juicio para la posteridad, o sea, el secular mecanismo patrio de vivir en un presente sin melancolías. Y a otra cosa, mariposa. Los muertos, ausentes de cualquier crónica, de toda imagen que no sea el estremecedor y siempre caduco número, no merecen ni un postrero adiós y sus allegados lloran invisibles en pisitos, tras los balcones tristes donde no suenan ni aplausos ni canciones del Dúo Dinámico.
Sánchez está construido a la medida del populismo y sus maneras. Estas no incluyen necesariamente la verdad, como sabemos, sino las múltiples e intercambiables verdades según la necesidad del momento. “Nadie (aparte del Mesías) tiene la pasión de la verdad, a menos que no sea la propia”, escribe Giuliano Ferrara. Superando lo posmoderno, nuestro líder -que es un líder de su tiempo- se apoya en la sacrosanta credulidad del nuevo milenio: aunque se demuestre la falsedad de un argumento, el éxito de la denuncia se ahoga en el relativismo. Así, no existe una verdad, existen muchas y podemos echar mano de la que más nos guste cuando convenga. Este es el magnífico fruto, esplendoroso principio de aquel renacimiento nietzscheano que las izquierdas fecundaron el siglo pasado. Un monstruo que ahora nos domina.
Con el decreto del estado de alarma, Sánchez prueba una cosa populista: el cesarismo. Deslegitimada la fuente de autoridad del saber, estos políticos de inédita talla erotizan la práctica del poder con la otra secular fuente de autoridad, el imperium, como bien apunta el filósofo Ferraris. A dicho fenómeno tenemos que añadirle, inmaculado adorno de la posverdad, el papel que el emperador de Galapagar y su partido juegan en la actual trama: gesticulación, insolvencia intelectual, pero también descrédito del régimen vigente (socavar el capitalismo es tarea más enjundiosa). Resultan entrañables las alocuciones públicas de estos señoritos, arañazos al léxico y ensombrecimiento estético del poder: como soñador bolivariano, Iglesias advierte de la existencia de un golpismo, y uno ya va teniendo la mosca detrás de la oreja respecto a tales mensajes, en absoluto inocentes. La próxima semana, si es que no lo hemos hecho todavía, hablaremos de la imbecilidad.
(Nota publicada en Ok Diario)