Apologías itálicas (I)

Durante unos años, entre el pasado siglo y el presente, vagué por Italia. En el momento esos garbeos no me parecían, como ahora, mi particular tour, adaptado al ambiente y comodidades de nuestra era. El tiempo y su armadura melancólica adornan los hechos, convirtiéndolos en aventura. Incluso una vida entera conduciendo un autobús puede acabar cubierta por un manto novelesco: las cinco de la madrugada, el hangar apenas iluminado, la cantina con su estufa y los compañeros tomando café; acariciar el volante helado y llegar a la primera parada, donde una figura solitaria espera, envuelta en la bruma. Miles de kilómetros y rostros, cuarenta o cincuenta años de aparente monotonía. No sabemos si esta novela concluye con la secuencia trepidante de los millares de rostros almacenados en su memoria, mientras el conductor cierra los párpados por última vez.

El caso es que, con la edad de los vigores inmortales, daba yo vueltas por Italia, aprendía la bella lingua y estudiaba su larga e importantísima historia. Gobernaba entonces Silvio Berlusconi y el país se encontraba algo dividido entre quienes le odiaban y quienes le amaban. La mayoría de italianos le amaban o, sencillamente, confiaban en que barriera el polvo acumulado desde los tiempos de la democracia cristiana. Silvio encarnaba al hombre de éxito, al empresario hecho a sí mismo, una idea fuerte en el país transalpino. Me hizo siempre gracia, era atractivo, tenía un club de futbol, le rodeaban mujeres bellas y lucía una gran inteligencia y sagacidad. Además, cantaba (ya lo había hecho, mucho antes de alcanzar la fama política y empresarial, en cruceros marítimos). Todos los mimbres de una existencia soñada por el compatriota medio los poseía Silvio. ¿Enemigos? Incontables, lo que, como afirmara el poeta Mackay, significa que se batió sin cobardía en la pelea. De cualquier modo, la valoración general sobre el ejercicio del poder en aquel país debe tener en cuenta tanto la pasión esteta de sus ciudadanos (su nacionalismo) como la debilidad de los gobernantes, en definitiva del Estado (asesinato del juez Falcone por Cosa Nostra).

Al ser yo extranjero, veía con distancia el gran circo de la política itálica, de enorme calidad lírica y cinismo, habitada por señores elegantes, muy astutos. Además del primer ministro, la polémica y gruesa figura del periodista Giuliano Ferrara, architaliano, representaba a mis ojos un hilo que viene desde la Roma clásica y que teorizó el diplomático Maquiavelo. Por su exuberancia y el cultivo de las artes políticas, por el ensalzamiento de la oratoria, la vida pública en la península de la bota era mejor que la nuestra. O más interesante. Luego, en absoluto desdeñable, estaba la buena educación general, incluso el miedo a la ignorancia; e, inmemorial finalidad, el arte de la seducción. Amén de todas las demás cosas sabidas: un cierto desorden, belleza antigua, gastronomía riquísima, vinos opulentos y coches deportivos. También su melancolía, contra el tópico de la alegría, infundado a todas luces. En los nobles caserones sicilianos, entre la niebla nocturna que inunda Lombardía, bajo los tendidos del barrio napolitano degli spagnoli, en Piazza Unità, abierta al Adriático: en la ineluctable conciencia de ser hijo de gloriosas piedras, con el Vaticano siempre al fondo del alma vieja, el italiano no es un ser ligero, ni tampoco optimista. Italia va de Manzoni a Moravia o Levi cumpliendo los episodios intelectuales de un sumario europeo, existencialista, digno de toda muerte.

(Nota publicada en Ok Diario)

De aquí a la eternidad

Caminando el tiempo en prisión “perimetral”, según léxico pandémico-autonómico, se amontonan las horas domiciliares. Barcelona, sin ocio, cerradas a cal y canto sus puertas al exotismo y la calidez, tiene aire de gran camposanto. Urbe de tráfico provinciano y paseantes a la fuerza, postula un momento abúlico. Sólo los locos guardan dudas sobre el hundimiento, urdido por los votantes, por los elegidos en las urnas y acelerado por este fantasmal virus de corte chino, comunistizante. La pareja bufa Sánchez-Iglesias pergeña unos presupuestos insolventes, condenados a la muerte europea. Serán, según los anhelos de la oposición, la muerte del PSOE. Que remite a los viejos asesinos de socialistas y sus cómplices, hoy demócratas impolutos al calor de Zapatero. Pero aquí no habrá ningún funeral: de Fouché a Sánchez una tradición de ejercicio político va renovándose.

En Cataluña, los nacionalistas han colmado su capacidad de hacer daño y manejan los hilos de un poder ridículo, cuales espíritus condenados a vagar eternamente. Sus cuitas, antaño trascendentales, son sólo sainetes a los que, en general, nadie atiende ni comprende. El gran paso adelante del pujolismo ha resultado en conclusión dramático: del control absoluto de una próspera y orgullosa comunidad a un puñado de siglas ininteligibles, PDCAT, JPCAT, etcétera. Y Rufián de estrellita de variedades, que es su concepto del parlamentarismo. Por la parte municipal, Colau desapareció un día de marzo, quizá haya decidido retirarse y leer algún buen libro de no ficción. Podría ser esta una feliz consecuencia del virus. En cualquier caso, su ausencia, pasados todos los ridículos de corte feminista, ecologista, antimilitarista, anticapi de chicha y nabo, resulta elocuente. Como lo es la constatación de una palmaria inutilidad para el cargo en condiciones normales (no digamos en las actuales). En Cataluña en general, y en la Ciudad Condal en particular, el pueblo soberano se entregó hace sólo ocho años, con espíritu corajoso y sin pertrecho alguno, a dudosas aventuras, conducido por Artur Mas y el sistema de periodistas y comentaristas palmeros. De aquellas siembras nacional-populistas, esta desolación.

La gran cuestión patria tiene mucha enjundia: el derribo del edificio aflora consecuencias culturales, hondas. Era la nuestra mundología de estética familiar, suave, hecha de fidelidades. Ya saben, historia y vida a refugio de un viaje, de una mesa compartida, de las Navidades, las fiestas con sus pregones y la Semana Santa; el fútbol, la gran industria del cotilleo, el bipartidismo; los cumpleaños, las bodas de plata y los funerales. De aquellas maneras pasamos al españolito cautivo entre las paredes del miedo y el hastío. Y con sus pecados capitales, que tan bien sirvieron a Fernando Díaz-Plaja para retratarnos, restringidos. Por ahí sale, puntual a su cita con la Historia, la ministro Montero-Savonarola y sus emocionadas reflexiones, su acalorada fe. Le sugeriría que prohibiera ya las relaciones sexuales entre hombres y mujeres y creara una hoguera-observatorio para la cremación de los penes. Que diera rienda suelta a eso que tanto excita su concepto de justicia amatoria. Consecuencias de tal panorama, me recomendó un abogado visionario que invirtiera en asuntos de divorcio y separación de bienes.

Exceptuando la comida (allí donde se puede comer) y los restos del arte salero en pelotas (allí donde se celebra, proscrito), toda información generada estos días resulta ingrata y muy pesada. Conmovedor es el desaliño de las autoridades y el absoluto desamparo al que han llevado a los ciudadanos. Y supongo que algún peso deberá caer de igual forma sobre esos ciudadanos, a no ser que nos encontremos con la primera sociedad limpia de polvo y paja. No habrá, presumo, un Böll que ponga en la figura de un payaso el elocuente azote y la miseria de los tiempos nuevos. Quién sabe si recordaremos, a la vista de unos lustros o antes, este maltrecho espíritu mediterráneo, cuna de genios, luz que agoniza. Quizá evoquemos entonces la comunidad que fuimos, algo pintoresca, feliz y consagrada a la nada, en expresión de Eugenio D’Ors. ¿Cómo invocaremos a España, tras su enésimo deceso? “Camisa blanca de mi esperanza / A veces madre y siempre madrastra”, aproximaba la voz de una vieja sociata, Ana Belén, un canto vano.

Una lección americana

Jasper Johns, Flag (1958)

Como ocurre cada cuatro años, la petulancia española respecto a los Estados Unidos de América brilla en tertulias y columnas periodísticas. La actual pugna electoral despierta en las conciencias y pieles de los comentaristas profesionales, galopando para vencer la carrera de campeón anti Trump, un brío tan espectacular como acomodaticio. El jolgorio maravilla, es harto entretenido escuchar, rancio lenguaje decimonónico, los desgarres de ciertos periodistas ante lo que consideran, en el fondo de sus prejuicios, una nación de granjeros blancos ignorantes y armados. ¡Y con derecho a voto! Comparado todo con la ilustrísima Europa. Si bien, tiempo escaso, parió nuestra Diosa el fascismo y el comunismo; y fue luego liberada de esos monstruos por aquellos granjeros descendientes de las antiguas persecuciones europeas.

Tratemos sintéticamente de aclarar algunas cosas, libres de lugares comunes, sobre las elecciones presidenciales en EEUU. Vox populi, ese proceso electoral es anómalo, o indirecto, en cuanto los votantes no eligen a su Presidente, sino que escogen a los compromisarios del candidato. Anómalo, también, porque el Presidente es el único cargo público que no ejerce dentro o en representación de cada Estado. Sobre esta circunstancia y el sistema de recuento, he podido escuchar las teatrales iras y acusaciones de algunos estandartes de nuestra democracia, avanzada y pulcra respecto al imperfecto sistema americano. La respuesta, sencilla, es que no hay un recuento, sino cincuenta, por cada uno de los Estados que forman la Unión. Naturalmente, la impugnación de boquilla del candidato Trump a dicho sistema arcaico enciende el ansia de aguerridos tertulianos, viendo ahí, cuales internacionalistas, la oportunidad de honrar la democracia en peligro. Pero, queridos, no se percibe en esos calores nada más que la afición de los europeos en general, y los españoles en particular, por dar lecciones de superioridad a la nación de Lincoln. El Tribunal Supremo puede ser invocado (Trump lo ha hecho) e incluso dirimir sobre los resultados definitivos (aquí aparece la hispana sospecha de que los jueces han sido comprados, todo un vodevil de la opinión periodística patria).

Otra confusión extendida trata del Presidente, su poder absoluto. En realidad, encarna la autoridad ejecutiva federal, ni más ni menos. Desde su nacimiento, a finales del siglo XVIII, tal figura política ha crecido (y a veces menguado) en sus atribuciones, dependiente siempre del Congreso y, en última instancia, del Tribunal Supremo. El Congreso se ha armado, mediante una compleja red de instituciones crecida a lo largo de la historia, para limitar el poder presidencial. Y las facultades del Presidente (a diferencia del sistema constitucional español) resultan bastante limitadas, siendo los EEUU un modelo universal de federalismo. A saber. Tiene funciones de Jefe de Estado (aunque nominalmente no lo sea), como el derecho a veto en leyes federales, derecho de gracia sobre condenas y encargado de las credenciales diplomáticas (embajadores extranjeros y propios). Es, también, primer representante y encargado de las tareas protocolarias, que ocupan buena parte de su mandato. El Presidente es, además, jefe de la Administración, o sea, debe velar por el cumplimiento de las leyes. Y es quien dirige las relaciones internacionales (controladas por el Senado) y comandante supremo de las Fuerzas Armadas.

En el momento de escribir estas líneas desconozco quién ejercerá el cargo de lo que, tópico o realidad, se da en denominar “el hombre más poderoso del planeta” (bien poco se habla de Xi Jinping). Casi todas las energías ideológicas, desde posiciones socialdemócratas a liberales o conservadoras, han formado estos cuatro años pasados una especie de frente común a Donald Trump. Las postreras horas agolpan un sinfín de ideas preconcebidas sobre la nación americana y el millonario de rubio flequillo y mujer despampanante, para discurrir finalmente en el deseo de victoria del anodino Biden. Del primero, incluso las voces menos antipáticas a él han sugerido que no ha comenzado ningún conflicto bélico y ha permitido el dominio del populismo de izquierdas en el sur del continente. Apuntar, en cualquier caso, la guerra comercial con China, amén de los factores culturales, o sentimentales, que su estatura despierta en aquellos eternos granjeros que, a nosotros, orgullosos, desagradecidos y decadentes europeos, nos salvaron la vieja civilización. Vendrán más presidentes, y los europeos seguiremos mirándolos por encima del hombro. Muy profunda, prevalece la idea (y el amor) del hijo descarriado.