La autoridad

En los años ochenta del pasado siglo, encontró un cierto éxito el gritito “¡mucha policía, poca diversión!”, que actualizaba en democracia la tirria progre hacia los temibles grises del general. Los uniformados, en dictadura, hacían cumplir las disposiciones vigentes del régimen y, si era menester, le pasaban la mano por la cara al quinqui de turno, amén de padecer ellos el terrorismo etarra desde finales de los cincuenta. Progresivamente, los gobiernos de la UCD y socialistas fueron liberándolos de la desagradable tarea de controlar si un grupo de púberes se fumaba un porro el viernes por la tarde o de interrogar al hijo de la estanquera, que se había hecho una cresta y llevaba chupa de cuero. Son cosas que hoy nos parecen chocantes, y está bien que así sea, la libertad individual se ha abierto camino. Quizás por eso, aquella cultura política antipolicial, o antiautoritaria, ha decaído en general. Sobrevive en algunos ambientes de Navarra y el País Vasco, ligada al nacionalismo, aunque diría que incluso ahí el reguetón ha desterrado a Kortatu.

Así, la policía (o policías, pues en España somos apasionados coleccionistas de cuerpos, dependientes cada uno de una administración pública diferente) es el elemento categórico sobre el control de la violencia, cedido al Estado. Los episodios estrafalarios del procés en Cataluña dieron al traste con esa función clásica, primordial y ejemplarizante, de someterse y hacer respetar los uniformados el imperio de la ley. Una marranada del politiqueo nacionalista, esos líderes enloquecidos que comían las paellas de Trapero en la Costa Brava, con la Rahola de incansable animadora. El caso es que, a pie de calle, los mossos vieron resquebrajado su prestigio, tanto por la sardanística del volem votar! como por quienes no dudamos nunca de nuestra condición de catalanes, españoles y libres. En Barcelona, gracias a los irresponsables coqueteos de Arturo Mas (no habla catalán en casa) con los antisistema, amigos a su vez de Otegui, se ha instalado la estética del radicalismo ochentero, eso sí, con deportivos NB y la casita de papá en La Cerdaña.

Colau es ferviente servidora de tales cosas, de todo lo que signifique erosionar el sistema democrático vigente. Ella también tiene a su policía, aunque la ha intentado utilizar tan groseramente que se le ha puesto en contra. Significativa e ideológica es la equiparación de delincuentes (manteros) y agentes, asunto destinado a deteriorar la ciudad y su ordenado funcionamiento. En cualquier caso, como en el de aquellos mossos puestos a los pies de los caballos, hay excepciones indecorosas. El pasado sábado, a las 21 horas, y sin cometer ninguna ilegalidad ni violación de las medidas restrictivas del COVID, un agente de la Guardia Urbana, visible tatuaje en el cuello y aros en la oreja, conminó con aires macarras a un ciudadano a hablarle en catalán. Y cuando el citado barcelonés, educado, le contestó que seguiría hablando español, el urbano le soltó: “Vuélvete a tu puto país de mierda”. Quede aquí retratado, superiores del funcionario en cuestión. ¿O es que la cultura Kortatu ha infectado el cuerpo?

Vivir sin Podemos

Las contradicciones tumbarán a Podemos como lo hicieron con el mundo tras el Telón de Acero. Cuando Andrópov subió a la secretaría general del PCUS (1982), los adolescentes rusos ya tenían colgado en la pared del dormitorio un póster de Michael Jackson, mientras sus madres llevaban a casa algún bote de berenjenas comprado a un vecino con carnet del partido. El problema de las altas expectativas (a los rusos se les habló durante setenta años del paraíso socialista) reside en la intrínseca dificultad de cumplirlas y la consiguiente depresión ante tal incumplimiento.

La muerte (no tan lenta) de la formación morada se está retransmitiendo en directo, desde sus mismas tripas y corazón, en entrega diaria de tuits cada vez más agónicos y sinceros. Así, leemos al líder máximo que, aprovechando una escena de la última serie que está viendo, amonesta a algún rival mediante sibilina referencia televisiva. O proclama, para ruina de la decencia, que Puigdemont es como un exiliado republicano. La imagen de Iglesias, aunque no se haya reproducido en medios, aparece clara en el imaginario nacional: moño y desaliñada postura, repantingado en el sofá mientras, ahí fuera, un puñado de guardias civiles a la intemperie le protegen. Y la vida sigue su curso. Tenemos también a la señora, ministra Montero por gracia del nepotismo revolucionario, quien alcanza tuiteando la idea cristiana de la compasión, pobre Irene. Ella es más gráfica que su hombre. En los pensamientos compartidos asoma un grito novelesco, ficción de corte Disney políticamente correcta. El suyo es un chillido desesperado, intelectualmente anodino y de una ingenuidad próxima al ridículo. Recuerda a las consuetudinarias batallitas políticas de pubertad en torno a cuatro cervezas: fervorosas, imaginarias, fuera de toda realidad. El triunvirato de la constelación comunicativa podémica se cierra, a la espera de mayores genialidades, con el diputado Echenique. Como un temible Beria, es feroz censor de quienes integran la espuria lista de socialdemócratas, liberales, conservadores, pasotas y libérrimos varios; es decir, todos los demás. Los críticos con el líder y sus tejemanejes orgánicos fueron ya purgados, para gloria del partido. La leche agria es ingrediente principal de la mensajería de este argentino al que el maldito régimen del 78 le paga una magnífica soldada.

Pero las diatribas de esos faros de la política nacional no se limitan a sus adversarios, o sea, a todos menos los independentistas vascos y catalanes (incluyendo a Bildu). Con idéntico salero soviético, su labor ejemplarizante incluye al mismísimo Gobierno, del que forman parte. Esta maravilla dialéctica no sólo obedece a la cultura leninista, poso de épocas estudiantiles. Iglesias, de turismo político y cenas secretas en Cataluña, aprendió muchas cosas del independentismo, entre otras a ser gobierno y oposición al mismo tiempo. En efecto, y como algunos venimos escribiendo, el procés es clave para comprender el fenómeno Podemos, su éxito en el camino hacia el poder. Una cosa barcelonesa, de elites políticas y económicas nacionalistas, engrasada con los formatos televisivos made in Barcelona.

El título de esta nota, vivir sin Podemos, no es tan alegórico como premonitorio. Hay que desconfiar de los adivinos, si bien el periodismo de opinión también vive de la cabalística. Y no está mal que así sea, siempre que no se anuncie el fin del mundo o del whisky de malta, noticias en exceso desagradables. Mi pronóstico es que el partido lila ha entrado en su fase melancólica madura, antesala de la insignificancia. La prueba más sólida es la literatura (breve y reveladora) que generan sus jefes. Comunicaciones de una ridícula desesperanza, de un inconfesable pero latente temor al castigo ganado, que se materializará en los próximos comicios, cuando los haya. Tengan paciencia, o no la tengan si no quieren, pero un día no tan lejano viviremos sin Podemos. Y viviremos mejor, desde luego.

(Nota publicada en Ok Diario)

Apologías itálicas (VII)

Las ventanas se hicieron para mirar el mundo, o un pedazo de ese. También para encerrar al que mira, enmarcarlo como un deseo. Esto elucubraba yo, después de haber leído algo del profesor Ruiz-Domènec, una mañana inclemente de 1997. Recuerdo la circunstancia de una cita, el reloj advirtiendo la hora de salir y el panorama ahí fuera, un hormigueo de paraguas bajo la ventisca. Era una mujer la que esperaba. Me ajusté la gabardina y pensé en el bello sexo, que, por fortuna, había abandonado las ventanas y bajado de las torres, muriendo la imagen medieval que explicaba el viejo profesor.

De camino constaté que la lluvia tenía el efecto de una descarga de alfileres sobre el rostro, en la justa medida de causar un dolor sostenido. Pero la idea del combate sensual es incluso más fuerte que los dichosos elementos. El romanticismo, reserva literaria, se nutre de las cosas más banales, informalismos de toda ralea, muchos indecorosos. Yo esto ya lo había aprendido en la época que relato. También que la seducción debe tener en cuenta la naturaleza impúdica del romanticismo y modularse. A partir de aquella conciencia, propuse para la cita un lugar donde sólo se comía cerdo cocido y huevos (también cocidos). Un figón interclasista visitado tanto por curtidos obreros de chato y bocadillo de panceta como por abogados y periodistas gruesos, platazo de morro, manitas, pernil, salchichas y botella de vino. El puerco, del rabo a la cabeza, se cocía en grandes recipientes de acero que ocupaban la entera barra, inundando los vapores aromáticos todo el establecimiento. Los camareros eran de una antipatía proverbial, y la comunicación con ellos apenas se reducía a las órdenes propias de comida, bebida y nota. Y a algún gruñido por su parte, un más o menos inteligible “¿mostaza?”

Así las cosas, la tarde transcurrió prendada entre mordiscos a orejas, morros, muslos y gruesas longanizas, mientras el vinillo ayudaba a templar todos los fríos (los carnales y los demás). Del figón nos llegamos a una bodega donde las copas, mojadas de barbaresco, sobrevolaban nuestras cabezas y se posaban en manos y labios, conjuro de la noche goliárdica que venía. Vino y fruta, lecho de púrpura, cortinajes barrocos, maderas centenarias que crujían, lozanas curvas trotando allegro prestissimo con fuoco. ¡Roma, Roma!

La resaca no es algo digno, amén de una crueldad metafórica. La sera leoni, la mattina coglioni. Busqué al amanecer, por los pasillos, el cuarto de baño y, luego, una redentora cafetera. Desde la cocina se veían los tejados de Piazza Borghese. Una voz femenina susurró en mi cabeza un recuerdo, domani andremo da papà, in Toscana. Eso sucedía antes del siglo melancólico. No eran tiempos de culpabilidades inducidas. La libertad y sus accidentes (apelación de la Deneuve) dominaban la imaginación de la mayoría, feliz. Ahora que la mujer corre el riesgo de volver a la ventana, a la torre, fuera de la aventura y del mundo infinito, rememoro las epicúreas jornadas en el castillo toscano, después de la noche blanca, romana. Pero esa es otra historia.

La España cargante

En los años noventa, se puso de moda aquello (un poco cursi) de la evasión. “¡Evádete!”, exclamaban las revistas de portada a todo color, contagiando de alegre lisura a una España más briosa que la actual. Cada nicho entendía el tema a su manera, y lo buscaba y consumía de acuerdo a gustos y apetencias. Para entendernos, la evasión en un muchacho como yo comprendía adquirir un ejemplar de 1984 (revista de cómics para adultos editada por Toutain); mientras que el vecino alemán optaba por evadirse organizando una fiesta en pelotas en su piscina. El obrero se evadía una semana con la señora y los hijos en Benidorm y el burgués de Barcelona hacía una escapadita hasta la barra del Pub 2’40 (ay, si aquella moqueta hablara). Como se ve, los productos culturales eran muy diversos y cada cual hallaba el suyo en un país de verdad libre, liberal si me apuran, donde no habían hecho aún aparición las actuales huestes de la izquierda sentenciosa.

Todo lo bueno acaba y España, país dado a impetuosas ventoleras, a teatrales aspavientos, tiene hoy una curiosa forma de evadirse: a través de la política. En efecto, la crónica rosa parece uno de los postreros mundos que resisten a la uniformización del entretenimiento, aunque esté ya dando señales de debilidad. Las señoras de mesa camilla y tarde junto al televisor han sido secuestradas por el fango de la actualidad politiquera. Todo esto tiene un precedente, una fundación, en los formatos confeccionados en Barcelona (productoras en La Sexta y TV3) y bajo la experiencia del procés: aquella turba de puretas zombies, sobrealimentados de jarabe ideológico, que en lugar de quedarse en casa y hablar del penalti no pitado o del último y escandaloso divorcio se lanzaron a la calle cual revolucionaria troupe. Bonita manera de acabar los días, atribulados abuelos formando cadenas humanas por la república catalana que no existía, idiota.

Quizás alguien pueda pensar que el asunto de la evasión sea secundario. Sin embargo, no lo es. Da la medida de lozanía del paisanaje, voluntad innegociable de airearse respecto a los episodios nacionales. Por desgracia, nos vemos cada vez más prisioneros de una posverdad chillona, instaurada a machamartillo. La televisión, en líneas generales, sucumbe, con indigente léxico, a la fascinación del alarmismo y la realidad contada para un público potencialmente imbécil. Loable quien todavía se empeña en distraernos con algún programa de números musicales o aquel concurso que pone a prueba el conocimiento, esa cosa tan desprestigiada. Evádanse, queridos lectores, al estilo que más les plazca, y verán el próximo fin del mundo con algo de perspectiva.

(Nota publicada en Ok Diario)

Illa en el camino

Vuelve un señor, nacido en la Roca del Vallés, a las tierras de los catalanes, la suya y la mía. Vuelve tras un periodo en la capital del Reino, con una misión (a juzgar por los datos objetivos) desastrosamente incumplida. Uno podría pensar que vivir una temporada en Madrid a cualquiera le va bien, le es propicio para aprender alguna cosa, como abrir las neuronas y la vista al espíritu liberal, abierto, de aquella gran ciudad. Pero el viaje, la experiencia de sentarse en el Consejo de Ministros y ser la voz del amo en incontables ruedas de prensa, no parece haber mejorado a nuestro compatriota. Ahora se le ha propuesto para una segunda misión, apuntalar el poder socialista con nuevos pactos en la Generalitat, y en tal papel le veremos hasta conseguirlo, si es que llega a hacerlo.

Su campaña ha comenzado con una entrevista al medio del Conde de Godó. Allí ha resumido, con notable sinceridad, el principio rector de sus intenciones: acariciar a la bestia, el nacionalismo catalán, excitado ante la posibilidad (nada romántica) de la independencia. A coste de la marginación social y política de millones de ciudadanos. «Todos tenemos parte de responsabilidad en lo que ha pasado en Cataluña. Todos nos hemos equivocado», ha dicho. Esto no debería sorprender a casi nadie que conozca el serpenteante trayecto del PSC en cuestiones como la inmersión lingüística o la condición jurídica de Cataluña, grandes totems del nacionalismo. Nada que ver con la igualdad y por tanto con el deber (plausible) de un socialista, que debiera ser, precisamente, preocuparse por las desigualdades y no darles cobijo.

Está el poder, con todas las prebendas y tiranteces, sus negocios y acomodaticias dinámicas. Con ese panorama funcionó la España de las Autonomías y fue el nacionalismo (de Pujol) pieza clave en su desarrollo. Casi todo era susceptible de pactarse, excepto la independencia. Lo que sucedió después es harto sabido, está documentado y sentenciado en juicio: ruptura y salto adelante, liberación de la bestia. En las jornadas de octubre de 2017, millones de catalanes observamos un flagrante intento por parte de las autoridades de liquidar nuestra condición de catalanes y españoles. Vimos también quemar contenedores, violentar la paz, atentar contra la convivencia. Los demócratas nos quedamos en casa y sólo salimos a la calle para manifestar pacíficamente que tenemos idénticos deberes y derechos que los demás, que nuestros vecinos enloquecidos y sus líderes autoritarios. El ministro, sin embargo, nos hace a todos culpables por igual. Se trata, a mi juicio, de la mayor ofensa que podría habernos dedicado a quienes hemos padecido el azote del opresor nacionalismo en sus días más enfervorizados. Sigue con la misma agenda, por cierto, candidato Illa, mientras nosotros, catalanes que no traicionamos ni a Cataluña ni a España, nos pudrimos entre su grosera equidistancia y el despotismo patriotero.

(Nota publicada en Ok Diario)

Apologías itálicas (VI)

Sacrario Militare di Redipuglia. Quizá a muchos españoles esto no nos dice gran cosa. Por dos motivos, creo: está anclado en los límites austrohúngaros de Italia (remotos), lejos de las ciudades turísticas; y España no participó en los dos conflictos mundiales del pasado siglo (una cierta dinámica histórica de ir a nuestro aire). En cualquier caso, se trata del mayor monumento funerario italiano (y uno de los más grandes del mundo) y acoge, en la septentrional localidad que le da nombre, los cuerpos de cien mil caídos de la Primera Guerra Mundial. Fue inaugurado en 1938 sobre la colina Sei Busi, provincia de Gorizia, sitio de crudas batallas, regado literalmente de sangre.

La visita a Redipuglia tiene, debido a su diseño, una lógica que no puede ser transgredida. Primero, uno toma la “via eroica”, flanqueada por placas de bronce de diecinueve metros de longitud. Allí están grabados los nombres de las localidades donde se registraron los combates más duros. Después, accede a una gran explanada, base del monumento, donde se halla, en el centro, la tumba de Emanuele Filiberto de Savoia-Aosta, comandante de la Tercera Armada, custodiado, a derecha e izquierda, por las sepulturas de sus generales. A partir de ahí, y ocupando la entera colina, se extiende una gigantesca escalinata: veintidós escalones de más de dos metros de altura y doce de fondo cada uno. Forman las tumbas de 39.867 caídos identificados. Ya en la cima, dos fosas comunes acogen a 60.330 caídos no identificados. Todo el conjunto está coronado por tres cristianas cruces.

Redipuglia fue alzado bajo las terribles secuelas de la guerra, en el contexto del régimen de Mussolini. Si otras naciones mantuvieron una red de cementerios nacionales en viejas áreas de combate, dejando reposar a millares de sus finados en el extranjero (caso de alemanes en Francia), el fascismo los monumentalizó. El resultado es un cuerpo único que extravía el vestigio de cualquier identidad individual, ya comprometida por el número e ingente proporción de cadáveres sin reconocer. Teatralidad colosal, culto patriótico a la muerte: en cada gran escalón, esculpidos, infinitos nombres y apellidos, gobernados por un incesante «presente». Todavía acuden allí descendientes de aquellos hombres de vida brevísima. Aquí y allá, un modesto ramo de flores, diminuto punto colorido, rescata a la vida a piedras y bronces.

Finalizo con un ejercicio mínimo, memorialesco. Palabra de combatiente, acercamiento a la terrible experiencia personal de la guerra. Un testimonio describe la degradación intelectual en las trincheras, profundas y, normalmente, de un solo metro de anchura. Dice: «Nuestros cerebros se vuelven perezosos en el ejercicio único y limitado de la cotidianeidad, siempre igual, bajo tierra». Otro deja escrito: «Estamos a pocos pasos del enemigo y la guerra parece lejana. Quien figure gritos y fusiles se ha hecho de la guerra una idea fantástica y convencional, diferente de la realidad. Una acción decisiva es mucho más que eso, es un martillo infernal, el exterminio, un horrendo huracán de hierro y fuego, del que se sale como de un cataclismo; pero una acción decisiva es rara, ocurre sólo en las grandes avanzadillas, y es el resultado último de una larga y compleja preparación, que a veces dura meses y sobre la que nosotros no tenemos más que vagos y raros indicios: un trabajo inmenso, colosal, que se cumple con la majestuosa y terrible lentitud de semana en semana, y que no alertamos precisamente por su vastedad, si bien vivimos en su interior». Infantes de Redipuglia, sangre de las piedras, almas prendidas en la guerra atroz.