(Publicado en El Mundo, 19/05/2021)
Como en una pesadilla recurrente, el gobierno en ciernes de la Generalitat anuncia su pretensión de continuar la agenda de las maravillas. Preámbulo del paraíso nacional, al fin los catalanes podremos vivir el éxtasis de convertirnos en suecos, con la ventaja de esta brisa mediterránea y aquellas gambas rojas que tanto nos gustan. En realidad, y a tenor de las promesas, no se comprende que más de un cincuenta por ciento de compatriotas seamos refractarios a tal perspectiva. Y, sin embargo, sí se entiende el fervor y la ilusión (aunque cada vez más alicaídos) del resto, movidos por la credulidad y el complaciente sentimiento de verse como lo que no son ni nunca serán, escandinavos sardanísticos. Hay un componente sentimental, si quieren infantil, en el asunto de la Cataluña imaginada, deseada. Y conecta con el devenir general de Occidente: la visión de una realidad trágica pero edulcorada, con soluciones fáciles. Suerte de vuelta a la postguerra de los años veinte del pasado siglo, la demagogia galopando sobre un mundo nuevo. En un orden romántico, resulta enternecedor y comprensible que la gente, grosso modo, se guste de oír alabanzas y llamamientos a su superioridad con el fin último de hacer justicia. En resumen, es lo que hicieron, con gran gasto de dinero y medios públicos, quienes empezaron la fábula del procés. Todavía se recuerda la campaña de Artur Mas en plan Moisés, liberando al pueblo elegido.
Y aquí un problema del asunto, los líderes. Al que ha querido conocer un poco, hay un largo trabajo periodístico acerca de tales personajes. Un trabajo de infames retratos que concluye lo que algunos ya sabían: son, precisamente, los más ejemplares traidores a la patria catalana quienes conducían (y conducen todavía) nuestros destinos. El mismo Mas, oscuridad pretérita, fue condenado en juicio, aunque conserve escolta cuando pasea ufano por la calle Tuset. Qué decir de los Pujol y su fortuna desperdigada por cuentas bancarias paradisíacas. O de toda la lista de creadores de opinión al servicio de los amos. También los retoños burgueses jugando a la revolución pero disfrutando de las propiedades de papá en Cerdaña o Menorca (cuperos ya apadrinados por Mas en 2015). Los que frecuentan Barcelona y salones saben de tantas historias protegidas por aquel oasis que se materializó charca inmunda tras la entrada de la policía en el Palau de la Música (2009). Fue el inicio real del procés, la necesidad de protegerse la elite podrida (con la connivencia de Madrid). El argumento, aún esgrimido por el PSC, de la sentencia del Constitucional sobre el Estatut de Maragall (que nadie pedía) fue la trampa dialéctica de una izquierda servil al nacionalismo. Siempre el partido de las dos almas (cínicamente obrero, cómodamente capitalista) bailando con el más rico de la fiesta.
Pobres catalanes romantizados, reinaxença de abuelos en chándal convertidos a la coreografía juche. En verdad, el trabajo arduo de estos españoles nacionalizados en el paraíso consistiría en asimilar no ya que fueron engañados, sino que lo fueron a manos de unos aprovechados. No será tarea agradable, en cualquier caso necesaria. Por Cataluña, para empezar por la geografía breve, condenada a todas las pobrezas del aldeanismo pancartero.