(Publicado en El Mundo, 12-7-2021)
Hay una relación extraña de la izquierda con el dinero. También con el paraíso. Digamos que, por su original pecado -el de la refundación del hombre bajo una pseudo religión socioeconómica-, vive una especie de neurosis respecto al poderoso caballero. En cuanto al paraíso, todo son ajustes prematuros de cuentas (en Rumanía, durante unas décadas, los obreros fueron felices e inmortales iluminados por el matrimonio Ceaucescu y la sopa de cerdo diaria) e inmensas decepciones (La Vendée, primer episodio de una tradición antirrevolucionaria).
Cuando Marx ponía las bases del materialismo histórico estaba cometiendo un acto de incalculable tristeza. Este tipo de trance suele ocurrir a los alemanes importantes, cada cierto tiempo. Fíjense, sin necesidad de acudir a otros ejemplos más bizarros, en el pobre Grass, que de tanto pelar la cebolla biográfica llegó a su tierna militancia en las Waffen SS. El laberinto alemán está lleno de pasiones autoritarias (yo mismo fui de izquierdas y Bismarck me parecía interesantísimo), cuando no de un farragoso europeísmo. El barbudo de Tréveris, con su magnífica cabeza, inauguró el tiempo largo (todavía dura) de las desesperanzas, del hastío filosófico. Qué digo, calculen la tragedia de semejante cosa: ha habido personas desde la fundación del marxismo que se han bebido una cerveza o han echado un polvo como actos de abatimiento.
Con esa losa sobre la conciencia -la del indiscutible materialismo- la angustia ha condicionado cualquier ideita que la izquierda haya podido engendrar. De ahí su afición autoritaria. Y si de Robespierre a Lenin ha tenido muy claro qué hacer con la libertad, ¿qué pasa con el dinero? En mi humilde aunque ya no tan corta experiencia, he comprobado aquella relación extraña, un deseo inconfesable batiéndose contra el dogma anti-dinerario. En la Ibiza de los ochenta, los jipis rezagados desplegaban con idéntica soltura tanto un rollo vitalista (en los márgenes del sistema) como un acervo comercial que ya quisiera el mercader veneciano. Nadie escapa al fascinante brillo. Y el capitalismo, si algo logra, es confundir a la coherencia: vemos a actores de fama con simpatías comunistas; a políticos de viejo orden justificar revueltas antidemocráticas; o a empresarios millonarios fascinados por Trotski. Todo esto ocurre sin existir la Unión Soviética, con Venezuela pasando hambre, Cuba siempre arruinada y Corea del Norte encarcelando a su pueblo. El FMI lleva tiempo insistiendo (según la prensa) en que hay que meter mano en los ahorros privados, medida que humedece las fantasías despóticas de medio arco político. El fenómeno quizás nuevo es, por tanto, que las elites mundiales se están volviendo de izquierdas de forma acelerada. O sea, bobas estéticamente. Parece que han adquirido de pronto (mala) conciencia social y se dedican a jalear o a financiar a movimientos antisistema; y a hacer yoga y comer hierbas indigestas en lugar de cocina civilizada. Todo recuerda a un ridículo fin de fête, cuando los impenitentes insisten en alargar su anunciada muerte.