El plan quinquenal catalán y el fuet de Bompreu

Publicado en El Español, 17/10/2021

Con el cómic QRN en Bretzelburg, los geniales Frankin y Greg situaron a sus aventureros héroes en un país imaginario de Centroeuropa. El álbum fue publicado en los años 1960 y, aunque Bretzelburg no existía (ni nunca existió), el lector podía identificar en él ciertas características comunes a los regímenes comunistas de la época. Por ejemplo, una viñeta que muestra a unos hombres esperando el autobús en una avenida. Debido a la escasez, sus trajes están confeccionados con periódicos. En un momento dado, uno de los hombres lee en el traje de otro que el primero de mayo habrá una oferta de asado de cerdo en una famosa carnicería. Se produce un alboroto, pues la fecha de la ganga es ese mismo día. Sin embargo, al fijarse en el año, reparan que se trata de un periódico antiguo, de antes del racionamiento. Un agente de seguridad, atraído por la algarabía, oye ese “de antes” y se lleva detenido al hombre. Cuando los demás suben al autobús, vemos que el vehículo es impulsado por pedales, situados bajo el asiento de cada pasajero.

Resulta siempre oportuno recordar, sea a través del humor o de páginas sesudas, que el comunismo alcanzó abultadamente lo grotesco. La represión corría paralela a una especie de ensimismamiento según el cual nada, es decir, nada de lo que el Partido decía, podía cuestionarse, aunque el máximo órgano político afirmara, pongamos, que las colas frente a los comercios ejemplificaban la perseverancia del pueblo por llegar al paraíso socialista. A los albaneses, su gobierno criminal les hizo creer durante décadas que vivían en el mejor de los mundos, hasta que la cruda realidad terminó por aflorar, no sin un coste elevadísimo de víctimas y con un país arruinado. Hoy, los coreanos del norte subsisten bajo una ficción dictatorial -sin precedentes históricos- que cubre hasta el más remoto rincón de la intimidad del individuo, como pone de relieve el estremecedor documental Under the sun, del director Vitaly Mansky.

Esta superlativa manipulación de la realidad no es exclusiva del comunismo, como sabemos. También en las democracias liberales, a pesar de los mecanismos de control establecidos, pueden confluir tendencias y tics autoritarios. La puerta de entrada al sistema de los actuales quintacolumnistas son los plebiscitos. Cuando en Cataluña, a partir de 2017, turbas de niños, adultos y ancianos salieron a las calles como un solo cuerpo reivindicativo, se estaba produciendo tal mecanismo. Un presunto pueblo, iluminado por sus elites, marchando hacia la liberación (concepto éste del todo resbaladizo, en cualquier caso). Parecía que en aquellos siniestros días el sentido común había abandonado a miles, quizás a millones, de compatriotas. Raudos, los comentaristas se pusieron a buscar respuestas. Los catalanes, antes tomados por una comunidad ordenada y pacífica, estaban montando una rebelión, salían a las calles emulando (con el inevitable desorden mediterráneo) las coloridas y marciales paradas de Pionyang. Alguien sacó a la luz (de nuevo) el viejo Programa 2000 de Pujol y encontró la explicación a tamaña cosa: todo estaba allí planteado, programado, intelectualizado. Es difícil establecer la infalibilidad de esos papeles, incluso la capacidad real para llevar a cabo la empresa. Sin embargo, sí podemos concluir que, gracias al ingente dinero gastado, el prócer convergente pudo ensanchar sus sueños de estadista. Para ello contó con un gran ejército de funcionarios, empresarios y periodistas, amén de infinidad de asociaciones culturales de purísima catalanidad.

Luego está la imagen y la semejanza. Pujol, ni que pasen unas cuantas generaciones, tiene reservado ya el papel de padre de la Cataluña contemporánea y democrática. La discreción, el íntimo silencio, es una última fase, algo dolosa, de la admiración que muchos catalanes le siguen guardando. Omnímodo poder, gastaba la fama de hombre afable, listo y culto. Su antipatía cuenta con testimonios (la mayoría privados); su sagacidad puede medirse en relación a la de González y Aznar; su solidez cultural es un mito, sólo mantenido por algún empleado. Respecto a esto último, aplicaba la picaresca, el oportunismo de leer alguna cosa efectista en el coche oficial antes de ir a ver a alguien y soltársela, para admiración de los sempiternos bobos.

Volviendo a Bretzelburg y a la fatalidad europea, las metáforas recalan en una repetición histórica, la del autoritarismo que acaba edificando un régimen de cartón piedra. Un poco como esa república catalana que tantos sentían en sus corazones antes de existir legalmente. Quizás porque, en realidad, existía ya, aún incompleta y fantasmal, pero perceptible en cada patriota. Pujol, mandatario que escribía él mismo las preguntas y las respuestas de sus “entrevistas” y después las mandaba publicar, no fue precisamente un liberal. Su sueño político, aprendido de Prat de la Riba (casi todo Pujol está ahí), se cargaba de un sentido reaccionario y elitista, es decir, antiespañol, pues no hay nada más de izquierdas que la unidad de España, en tanto igualdad de todos; en tanto confiscación jacobina de los antiguos y nuevos privilegios de algunas minorías (vascuences, catalanas). Tras la forzada marcha del líder máximo, llegó el desorden, la desorientación. La consumada rebelión catalana, en sus gloriosas jornadas puigdemónicas, ofreció pistas, digamos, inquietantes (sometimiento del poder judicial por el ejecutivo). Cataluña podría haber sido un nuevo Bretzelburg, habitado por felices súbditos de la república, haciendo cola en la puerta del supermercado Bonpreu cada primero de octubre para recibir, con descuento del 3%, un bocadillo de fuet elaborado en China.

De Ferran Adrià a la nada

Publicado en El Español, 26/7/1021

 

Tomé asiento en aquella barra, tras la cual el servicio se confundía con la cocina. Frente a los comensales danzaban unos presuntos camareros. Locuaz verborrea, mensajes culinarios de una tiranía extraña al modélico laborar de siempre, el de las venerables barras españolas. En Barcelona, años ha, la del Botafumeiro había ganado fama nacional por la diligencia, el despliegue de confort, los galones y el salpicón de bogavante. Los camareros de ahora, ataviados con delantales de color caca, traían noticias de lo que se cocía unos metros atrás en los fogones. Me recordó al modelo McDonalds, las patatas fritas cayendo sobre el acero, los pitidos de las máquinas que avisan de la exacta fritura y las mangas industriales depositando la cantidad precisa de salsa barbacoa sobre las hamburguesas. Con algo más de finura y espectáculo de gestos (aunque parecida pornografía), yo veía a los pinches y cocineros concentrados en el arte de soasar unos muslos de codorniz o decorar un huevo poché con una fina lluvia de cebollino. Había leído de un comentarista que ese era el mejor restaurante de Europa, pardiez, así que me puse en manos del señorito con delantal, lo traté de tú como él a mí y me mecí por un rato en una ingenuidad, digamos, de cartón piedra. 

 

Mientras trasegaba un vino de nombre imposible y antipática astringencia -casi digno de ser cortado con agua, como hacían los griegos-, observaba el quehacer bajo las campanas de humo: sifones, goteros y muchas cosas conservadas en bolsas de plástico al vacío. Hay que ser siempre favorable al progreso, incluso el de inspiración druídica. En la breve experiencia que es la vida debemos admitir, con la soltura de que seamos capaces, nuestra condición de conejillos de Indias. Pero hacerlo a cualquier precio y en manos de quien sea ya es otro cantar. Y en esta orgía ideológico-culinaria que inspira al nuevo siglo hay tantos druidas como curanderos y charlatanes en el lejano oeste. Recordé los sueños del esplendor adrianista (no el emperador), a su prole barcelonesa, la ridícula y acrítica adulación del genio de El Bulli. Si algo trasciende de la ingenuidad de los hombres, o conejillos, es su primorosa volubilidad. Hubo un matrimonio de teutones (está recogido el testimonio en un documental grabado en el nombrado restaurante de Roses) que concibieron su cena allí como una experiencia ritual, cuasi sagrada, cargada de silencio y constricción ante lo que se ponía sobre la mesa. Uno llega muchas veces al ridículo, cuidémonos de hacerlo a edades ya maduras y con cámaras filmando; no seríamos entonces dignos de respeto, sino de chanza.  

 

Alcé la copa y rogué al camarero un Ribera del Duero, ojalá aterciopelado y robusto como las posaderas de una diosa. Pero fui levemente censurado en consideración a lo que estaba comiendo. La cocina profesional, grotesco templo de la gran nación de imbéciles, no le permite a uno desear nada fuera del ideal. Un ideal amarrado por una especie de estilo hipócrita avanzado (siguiendo los ciclos del viejo Von Rumohr aplicados a la gastronomía: estilo severo, estilo amable y estilo hipócrita). Citaba antes a los aduladores de Adrià, fenómeno tanbarcelonés, eco deformado de cultura gastronómica. Hombre, después de la debacle fin de siècle (el abrazo del turista) y a tenor de lo que queda del cocinero de Hospitalet de Llobregat, todo parece más bien esperpéntico. Uno de los “argumentos” de dicho clan es que Adrià trajo la higiene a la cocina española. No se puede afirmar algo así excepto desde una profunda ignorancia aderezada de extraordinaria osadía. Si bien el fenómeno no es extraño a una tradición española de obrar según la carga testicular y compitiendo por el tamaño de las filias y las fobias. Tampoco hubo mucho debate sobre esto, ni se echó en falta, aunque Santamaría escribiera en la época un libro razonable. Decía Revel que “hay gastronomía cuando hay polémica permanente entre antiguos y modernos y cuando hay un público capaz, por su competencia y riqueza, de arbitrar tal querella.” Leídos ciertos libelosperiodísticos a propósito de la muerte del de Can Fabes, figura crítica con la cocina molecular de los Adrià y Blumenthal (qué bonito y sugestivo hubiera sido esto en Francia), sólo permanece la melancolía. Bueno, y la insufrible legión de chefs adrianistas que ha poblado durante años las cocinas del país. De esto no tendría culpa directa el cocinero de El Bulli, si bien es difícil no señalar, por ejemplo, a Friedrich por intoxicar con su monstruoso El caminante sobre el mar de nubes a tantas generaciones posteriores. 

 

Antes de pagar la cuenta, abultada según las leyes no escritas de la experiencia gastronómica, pedí perdón al camarero por no haber sabido atenerme al canon de su menú, ni en los tiempos ni en las abigarradas instrucciones de uso de cada manjar. También por mi resistencia a eso que llaman maridaje, aburridísima letanía sobre el vino y la comida. Pedí un taxi, aboné la minuta (no tengo amigos restauradores, ni deseo tenerlos, soy sólo un cliente con una larga cartera) y volví a las calles de Barcelona, sus sueños de piedra y amores quebradizos. Me preguntaba qué nos ha quedado, cuál ha sido la ganancia de todo el estruendo gastronómico. Quizás nada, aparte de una simpática enajenación que nos lleva todavía a declararnos con pompa lo que ya no somos (y probablemente nunca fuimos). Queda la inconsistencia barcelonesa, tan proclive a las ventoleras culinarias como a las políticas. Mientras, los demás siguen trabajando al galope del futuro, y así siempre.   

 

Madrid frente al suicidio de Barcelona

Publicado en El Español, 9/6/2021

Subí al dragón de hierro veloz y “sostenible” -etiqueta insoslayable del nuevo orden mundial- rumbo a la capital del Reino. Decir, o suspirar siquiera, “capital” y “Reino” en tierras catalanas es hoy entrar en la lista oficial de los indignos, inventario que maneja con soltura el nacionalismo montaraz (Generalitat y medios dependientes) de la mano servil del PSC-PSOE. Pero esta, la del confinamiento civil, es una marca social ya perfectamente asumida por quienes sostenemos, con gran fragilidad y soledades, el sueño de la igualdad nacional de todos los españoles. Un asunto constitucional, la igualdad, en vías de extinción. En cualquier caso, subí a aquel tren con dos deseos confesables. El primero, iluminarme en mesas con mantel blanco y terrazas como Dios manda. El otro, comprobar cómo la ciudad umbraliana se había quitado de encima la amenaza del populismo gauche, que tiene tan poco de divino y tanto de prosaico. O soez.

Si en mi última visita a Madrid reservé tiempo para leer, pasear y ensoñar sobre su significación, sus muestras somáticas y etéreas, esta ocasión debía ser mucho más sencilla y plástica. Todo debía ocurrir sobre el mantel, país sensual. Y al alcance: aguerrido y sin brisas literarias, a viva voz del yantar y la botella; con amigos madrileños, una refundación helenística. Miren, los barceloneses proscritos no necesitamos comprensión, ni por supuesto que nos quieran. Sólo querríamos si acaso el aliento sentencioso de la verdad limpia de tópicos plurinacionales y de la filfa federalista. Nos sabemos ya expulsados del contrato general, las primaveras se amontonan y, disimuladamente, hemos comprendido la medida exacta del abandono. 

Así, por las mesas del Madrid mundano, vi desfilar cosas estupendas, traídas por manos diligentes, venidas de todos los rincones de la patria herida. Fue la consolidación de la alegría, esa que escapa cada vez más de Barcelona. Espárragos de Navarra, pescado del Cantábrico, cigalas gallegas, mojama andaluza, vinos de la Rioja. Ya casi nadie llama nación a eso, el ramillete florido de tantos trabajos y siglos. Henchido por tales causas justísimas, cancelé en mi mente todos los ismos que inundan hoy la Ciudad Condal de la mano de Colau y Collboni (recuerden siempre este apellido junto al de la alcaldesa). A saber, cada vez que mi boca probaba las ferrosas huevas de maruca, se hundía un poco el feísmo militante del social-podemismo catalán y su compinche indepe. Cuando cataba una perdiz en escabeche, podrida al punto exacto, veía alejarse el autoritarismo económico de los consellers repartidores de dinero público. Mientras la piel crujiente del cochinillo se rompía rítmica al paso del cuchillo, el feminismo grosero dejaba en paz a las mujeres libres. Me sirvieron un arroz meloso con setas y el fascismo nuevo, el de la cultura de la cancelación, huía cual alimaña atenazada por la belleza. La higiene culinaria (que no debemos a Adrià, como afirma por ahí un ignaro de la historia gastronómica española) se ponía al servicio de la causa mayor, la libertad. Y lo hacía con los buenos modos antiguos. Pero para saber eso uno ha debido leer antes a Revel o a Luján, por ejemplo. 

El léxico da la medida de una vida, o de las aspiraciones. De noche, en una terraza de Serrano, el localismo verbal de taco exacto y modos dandis se desenvolvía entre tragos de ginebra helada. Cualquiera podría juzgar esto con ligereza, pero la cultura es tan frágil. Pende de un delgadísimo hilo. Por ejemplo, del brillo que los farolillos regalaban a quienes sorbíamos el líquido inglés, seco y potente, civilizatorio en suma. Y de la ironía, también del sentir de los que, ante un dry martini, aflojan sus ataduras y se mecen en la conversación aparentemente inocua. El humor madrileñí está anclado, todavía, en el barroco, sus imponderables. La conversación era animada, libre de las rémoras catalanas, tristes, agotadoras. Yo me divertía, había olvidado por un momento el desencanto de las calles de mi Ensanche, barrio al que las autoridades están condenando con mil trampas antieconómicas. Celebré la amnesia, calculé mi fortuna y caminé, de madrugada, hacia el hotel. Todas las hazañas de la vetusta gloria imperial, oh Madrid, las vi aquella noche, mientras estaba ya escribiendo, de nuevo, las más tristes páginas de la historia barcelonesa. Su proverbial suicidio, su burguesa idiocia, sus maltratadores municipales. Que alguien te abrigue, Condal urbe, de esos amigos, vieja ciudad, amada siempre. 

El hombre blando

Publicado en El Español (1/1/2022)

De Luis Cantero Rada (El Fary), sentado junto a una piscina, prieto bañador de licra y libro en las manos, conocimos un aviso, una advertencia: el hombre blandengue. No porque el personaje lo fuera, sino porque veía una amenaza. Se presentaba tal criatura llevando la bolsa de la compra o el carrito del niño, cosas que, en recia apreciación antropológica, le parecían un desmantelamiento de los roles sexuales.

La libertad es un eufemismo más viejo que el rigodón -incluso la garantiza la Constitución- y uno de sus rutilantes ejemplares es ese varón blando, que hoy estaría ya socialmente normalizado. Una alegoría de la estética modulada, un verdadero hombre de paz. En otro mundo, numantino, un puñado de machos recalcitrantes se empeña todavía en vivir desaforadamente y vestirse por los pies, desde el convencimiento de una igualdad imposible e innecesaria.

Así, el nuevo hombre prescinde de rituales arcaicos para parecerse a la mujer (¿a qué mujer imaginada?). Y asume un charm distópico de gracia discutible y suaves pensamientos. Yo mismo he temido agradar a demasiada gente desde que compré aquellos pañuelos en Etro y abandoné los puros de la Montiel. También cuando, llevado por mi recta y abultada educación erótica, no distinguía, entrado el nuevo siglo, entre visones y zorros. Siempre hay que volver al Barroco, a sus claroscuros, para situar las bellas apologías. El gran drama social comenzó, concerti grossi, con un espíritu -cómo no- colectivista. La cosa envenenada de sublimar las detestables tareas del hogar mientras los niños, desde el sofá y con mando a distancia, convenían un nuevo totalitarismo.

Nunca hubiéramos debido permitir que la moral general invadiera, como un comisario soviético, nuestras casas. Se había desencadenado a la mujer del ámbito doméstico, se inculcó la monstruosidad del igualitarismo vital deformando las relaciones y, después de eso, lo que tenemos es a una mujer que trabaja fuera y en casa, a un hombre que trabaja fuera y en casa y a un leviatán al que no se le puede ni soplar. En suma, hemos actualizado el esclavismo con la tríada de una hembra sometida, de un macho afeminado y un mocoso ya sospechado por Elías (“un día os gobernarán los niños, y será el peor de vuestros días”).

No sabemos en qué acabará esta historia del hombre que no quiso serlo. Que no quiso reinar acuciado por la sospecha de que su antiguo papel se redujo a una dominación grosera, en lugar de seductora y frágil. Militante converso de un régimen pavoroso, enmarañado de eslóganes y culpabilidades ideológicas, languidece. Le vemos, hoy, no ya con el carrito, sino cual carrito al que la Historia conduce por sus caminos tristes, condenado a la melancolía. Es un ser despistado y sin misión. En realidad, José Pla, muchos años antes que El Fary, había escrito sobre el fenómeno: “¡Mira, Conchita, qué orquídeas tan bonitas!, oí de uno de esos maridos poéticos, flácidos y empalagosos que van por el mundo llevando los paquetes de su señora.”

El declive de Occidente

Publicado en El Español (07/09/2021)

La empatía. Meditar. Reinventarse. Fluir. El ayuno intermitente. Esto no, lo siguiente. El poliamor. La ropa deportiva. El chandalismo. El calzado con plataforma. Los museos de arte contemporáneo. Los libros de autoayuda. La depilación masculina. El Satisfyer. Las señoras que no se tiñen las canas. La histeria climática. El buenismo. Los millennial. Los patinetes eléctricos. Oye, Siri. El veganismo. La quinoa. Gluten free. Las tostadas con aguacate. El cruasán integral. La carne sintética. Los alimentos quilómetro cero. El yoga. La ginebra sin alcohol. Los vinos de autor. El jarabe de vinagre de Módena. El tuteo. El lenguaje inclusivo. Las oenegés. Fairplay. Las camisetas imperio. Las camisetas de la RDA. El póster del Che. Yo te creo. #MeToo. La copa menstrual. Los animalistas. Los antitaurinos. Los infantes tiranos. Pasar de curso sin aprobar. La equidistancia. La memoria histórica. La cultura de la cancelación. La autocensura. Los youtubers. Los trending topics. Las videollamadas. El gin tonic con tropezones. Los abstemios. El hombre blandengue. Las empoderadas. El fin del piropo. El destierro del sujetador. El burka. Like. Los bazares chinos. Las peluquerías chinas. El Partido Comunista Chino. La república independiente de tu casa. La wikipedia. La publicidad emocional. Las apps de citas. Currárselo. Doscientos por cien. El género no binario. Cari. Detox. La comida sana. La cerveza artesanal. Lo eco. El ramen. Premium. El running. El crossfit. La perspectiva de género. Las asambleas universitarias. Las ciclogénesis explosivas. El gazpacho de sandía. Los makis. Las esferificaciones. Las cocinas a la vista. Los menús con maridaje. Botellón. Las líneas aéreas low cost. Los afterwork. Los anglicismos. La serie que te has perdido. Las precuelas cinematográficas. Los talent show. El trap feminista. El rock català. Los tatuajes. Los piercings. El orgullo sexual. La estelada. Las lenguas inventadas. Los nombres propios cantonales. Tú sí que vales. Las gafas de pasta de colorines. El pacifismo. La política exterior estadounidense. El VAR. El ojo de halcón. Los nuevos deportes olímpicos. Los actores que aleccionan. Los pelmas subvencionados. Los monologuistas. Los pancarteros con acta de diputado. El folclore identitario. Las minorías autoritarias. El nacionalismo. Los burgueses antisistema. El cultivo de la fealdad. El pesecé. Las zonas de baja emisión. El carril bici. La demagogia rampante. La posverdad. Ada Colau.