El ser humano es una fábrica de caprichos. Digamos que, en dos mil años de civilización occidental, nos ha dado tiempo a construir misterios apasionantes como Bizancio y, del mismo modo, alumbrarnos individualmente gracias a un trocito de tela. Poner luz sobre todas las cosas, grandes y pequeñas, ha sido tarea ineludible, no siempre plácida, del historiador. Quedémonos ahora con el trocito de tela.
La corbata. Small is beautiful, ladró Snoopy parafraseando a un economista británico sobre la crisis mundial de 1973. Parece casi justo reconocer que la corbata, compañera del hombre durante siglos, está sin embargo huérfana de literatura contemporánea. Su existencia, frívola para quien someramente la juzgue, no ha merecido tratados, ni versos aclamatorios, apenas unos pocos libros justicieros. Esto es extraño si pensamos que dicha prenda, a punto de morir varias veces, ha estado en mil batallas -también amorosas-, en incontables congresos, cumbres, hoteles, salones, oficinas y despachos, garitas, platós, asesinatos, funerales, bodas, cocktails, guerras, duelos, fiestas y lugares de toda luz. Si la corbata tuviera alma -de hecho la tiene: el alma es la entretela de su interior, la que le procura vida- sería desde luego propicia a establecer un juicio sobre los hombres, sobre los millones de hombres que, elegantes, desarrapados, reyes, porteros, cantantes o mafiosos han envuelto sus cuellos con esa misteriosa tira de tela. No hay objeto tan sencillo y elocuente, tan evocador de un estado de ánimo y de un carácter, tan feliz en definitiva, como la corbata. No es un adorno, sino un símbolo, afirmó Giovanni Nuvoletti, ejemplo del bon ton y la ironía.
Para dar cuenta de las edades de nuestra heroica prenda tenemos el libro Elogio de la corbata (Mariarosa Schiaffino e Irvana Malabarba), prologado por el mismo Nuvoletti, dandy contemporáneo despojado de la habitual aureola maldita; conde que vivió como un señor, marido de una hermana del célebre abogado Agnelli. En segundo lugar, están las páginas de Arte de ponerse la corbata (1827), del conde Della Salda, en edición barcelonesa de 1832. Es este conde quien advierte, premisa fundamental, que todos los nudos parten del gordiano, el que Alejandro Magno deshizo por las buenas con su espada: advertencia histórica para quienes se anudan la corbata sin atender a las normas. Se calculan treinta y dos nudos, dependiendo del carácter, la profesión o el humor de cada cual. Hay un nudo Byron para románticos empedernidos, un nudo de gastrónomo oun nudo matemático para los estudiantes de esa materia.
Los autores que han escrito la historia de la corbata -profundamente François Chaille en Grande histoire de la cravate– coinciden en situar su primitivo origen en el focale, pañuelo largo anudado sin muchas atenciones que lucían algunos legionarios del ejército imperial romano. Esto puede apreciarse en algunas escenas de la Columna de Trajano (Roma). A partir de las invasiones bárbaras, la caída del imperio y el comienzo de la Edad Media, no se tienen noticias de prenda similar al focale. Repasando los tipos de atuendos de aquellos tiempos lejanos, ningún trapo complementaba a tabardos, balandres, mantos o capas, ya sea para el código noble como para el vasallo. Quizá la capucha, aceptada en ropajes como los citados, bastara para proteger las gargantas de los caballeros. La habitual oscuridad medieval supone, a falta de documentación, que nadie llevaba nada que tapara su cuello. Es delicioso el misterio que ocupa en nuestra cultura la Edad Media, nebuloso tiempo de caballeros, espadas, aventuras e ideales que se convierten en leyes, búsqueda de la verdad en el interminable bosque europeo. Pero sin corbata.
Desde el siglo XIV hasta -al menos en Francia- la época de Luis XIII se cubrieron los cuellos con gorgueras, fino decorado que llegaba hasta la barbilla. Fue este rey quien puso de moda el cuello de encaje. En La rendición de Breda, de Diego Velázquez, pueden apreciarse dichos cuellos y, también, en el personaje central tras Spínola, una gorguera bastante discreta. En todo caso, el primer documento tras siglos de silencio medieval es un retrato del poeta Ivan Gundulič encorbatado (1662). Éste señor era croata, dato coincidente con el origen moderno de la corbata: la cravat, pañuelo que llevaban los mercenarios croatas del ejército francés en la Guerra de los Treinta Años, unas décadas antes del citado retrato.
En la Francia cortesana era habitual que las ocurrencias del monarca, a veces atinadas, otras extravagantes, fueran imitadas por los nobles siguiendo una lógica estrictamente jerárquica. El rey Luis XIV inventó una extraña corbata, muy complicada, con nudos de seda de colores y nubes de encaje. Existe un retrato ecuestre, de Charles Le Brun (hacia 1668), en que se aprecia un caballo de doradas crines, la mirada triste del rey y su corbata, vaporosa como una cascada del Paraíso. En la España del XVIII se usó la corbata según instruía la ordenanza: «Bien ajustada, metida bajo la chupa o retorcida y metida en un ojal de la casaca.» Luis XV de Francia y de Navarra, el Bienamado rey rococó, tuvo la originalidad de crear el puesto de portacorbatas, criado encargado de ponerle y quitarle dicha prenda. Durante aquel tiempo, en Inglaterra también pasaron cosas: nació y se puso de moda el neck-stock, una tira de lino rígida sujetada en la nuca con un broche, en ocasiones muy lujoso. La época vio nacer modas extravagantes, como las macaronis, corbatas que popularizaron miembros de un club del mismo nombre que, habiendo viajado a Italia, lucían ropas muy llamativas.
El ministro Talleyrand observó una vez que solo quien vivió en Francia antes de los hechos de 1789 había podido conocer la douceur de vivre. La Revolución Francesa acabó con un mundo, y la corbata no fue ajena a tal impacto. Digamos que, como símbolo aristocrático, se vio arrastrada hacia la guillotina en compañía de pelucas, chorreras y bordados. Aunque, verbigracia de los revolucionarios de ayer y hoy, los líderes de las muchedumbres aparecen retratados con bellas corbatas y aristocráticos aires, Robespierre el primero y más elegante. Una prenda que consiguió sobrevivir al Terror debería considerarse en su gran fortaleza, pues ni siquiera los sans-cravates consiguieron eliminarla. Los sueños y pesadillas revolucionarios, muertos en el amanecer del Congreso de Viena, dieron paso a la alegría, desmedida quizás, aunque comprensible: enormes corbatas de tejidos y colores variados, adornadas diversamente. Cuenta un episodio que el general Lassalle, amante de una rara corbata doble, negra y blanca, salvó la vida gracias a esa dicotomía textil, encontrando un proyectil incrustado en las telas después de la batalla.
Tras el uso de los opulentos y asfixiantes pañuelos del XVIII, la corbata inició su inconcluso reinado en la primera mitad del siglo XIX. No es posible decir cosas acerca del vestir y no tener en cuenta a George Bryan Brummell, señorito inglés convertido en canon de la moda contemporánea, no tanto por sus ropajes de época como por la regla principal que significa: el sentido de la medida, la elegancia informal. Sobre el Beau recae una imagen de auge y caída, una historia universal en cuanto repetida infinitamente, sólo que en su caso es paradigmática por grandilocuente, bella y triste, melancólica en suma. Pasó de ser imprescindible para el rey Jorge IV a morir en la ruina y loco en Francia, creyendo ser el anfitrión de fiestas inexistentes para todos menos para él. Existen unos versillos, anónimos aunque atribuidos a veces al Beau, sobre la corbata:
Mi corbata constituye mi primera preocupación
Ya que nosotros juramos tales normas de elegancia,
y me cuesta cada mañana muchas horas de trabajo
hacer que parezca anudada a toda prisa.
A mediados del siglo XIX se impuso la corbata negra, no sin haber recorrido un tortuoso camino hasta su aceptación social. En principio, se consideró este color distintivo de los sans-gênes demócratas, y cuando Don Pedro de Brasil se presentó en casa de un primo suyo con una corbata negra el asunto mereció un comentario en el periódico Illustration. Debemos a las recomendaciones de Filippo de Pisis, en los años 1920, el aspecto actual de la corbata: «sencilla, de seda o lana, con un tono profundo», aspectos que definen la popularización de la prenda hasta nuestros días. Los mejores materiales son la lana en invierno y la seda en cualquier estación. En cuanto al nudo, el que prevalece en la actualidad es el four-in-hand.
Todo el siglo XX (y hasta nuestros días), las tendencias comprenden la recuperación de formas ya existentes (el corbatín existencialista de los años setenta), materiales novedosos (la piel teñida, de moda en los ochenta) y decoraciones extravagantes (una asombrosa libertad de estampados y colores a partir de los noventa). Algunos personajes nacionales, como Jaime de Mora o el periodista televisivo Carrascal, acentuaron su imagen con corbatas de motivos y colores estrafalarios. Atrevimientos que, en la actualidad, son difíciles ver. Nuestra querida prenda permanece hoy viva, casi exclusivamente, en ambientes laborales, eventos familiares y en el mundo de la política, donde, en cualquier caso, ha visto amenazado su tradicional reinado. Quizás por un sentido laxo de las formas, de la estética fuerte que representa la corbata, declarada enemiga por los atribulados pancartistas en camiseta que ocupan escaños e instituciones públicas.