El hombre blando

(Publicado en El Español, 1/1/2022)

De Luis Cantero Rada (El Fary), sentado junto a una piscina, prieto bañador de licra y libro en las manos, conocimos un aviso, una advertencia: el hombre blandengue. No porque el personaje lo fuera, sino porque veía una amenaza. Se presentaba tal criatura llevando la bolsa de la compra o el carrito del niño, cosas que, en recia apreciación antropológica, le parecían un desmantelamiento de los roles sexuales.

La libertad es un eufemismo más viejo que el rigodón -incluso la garantiza la Constitución- y uno de sus rutilantes ejemplares es ese varón blando, que hoy estaría ya socialmente normalizado. Una alegoría de la estética modulada, un verdadero hombre de paz. En otro mundo, numantino, un puñado de machos recalcitrantes se empeña todavía en vivir desaforadamente y vestirse por los pies, desde el convencimiento de una igualdad imposible e innecesaria.

Así, el nuevo hombre prescinde de rituales arcaicos para parecerse a la mujer (¿a qué mujer imaginada?). Y asume un charm distópico de gracia discutible y suaves pensamientos. Yo mismo he temido agradar a demasiada gente desde que compré aquellos pañuelos en Etro y abandoné los puros de la Montiel. También cuando, llevado por mi recta y abultada educación erótica, no distinguía, entrado el nuevo siglo, entre visones y zorros. Siempre hay que volver al Barroco, a sus claroscuros, para situar las bellas apologías. El gran drama social comenzó, concerti grossi, con un espíritu -cómo no- colectivista. La cosa envenenada de sublimar las detestables tareas del hogar mientras los niños, desde el sofá y con mando a distancia, convenían un nuevo totalitarismo.

Nunca hubiéramos debido permitir que la moral general invadiera, como un comisario soviético, nuestras casas. Se había desencadenado a la mujer del ámbito doméstico, se inculcó la monstruosidad del igualitarismo vital deformando las relaciones y, después de eso, lo que tenemos es a una mujer que trabaja fuera y en casa, a un hombre que trabaja fuera y en casa y a un leviatán al que no se le puede ni soplar. En suma, hemos actualizado el esclavismo con la tríada de una hembra sometida, de un macho afeminado y un mocoso ya sospechado por Elías (“un día os gobernarán los niños, y será el peor de vuestros días”).

No sabemos en qué acabará esta historia del hombre que no quiso serlo. Que no quiso reinar acuciado por la sospecha de que su antiguo papel se redujo a una dominación grosera, en lugar de seductora y frágil. Militante converso de un régimen pavoroso, enmarañado de eslóganes y culpabilidades ideológicas, languidece. Le vemos, hoy, no ya con el carrito, sino cual carrito al que la Historia conduce por sus caminos tristes, condenado a la melancolía. Es un ser despistado y sin misión. En realidad, José Pla, muchos años antes que El Fary, había escrito sobre el fenómeno: “¡Mira, Conchita, qué orquídeas tan bonitas!, oí de uno de esos maridos poéticos, flácidos y empalagosos que van por el mundo llevando los paquetes de su señora.”

La última fijación de Ada Colau

(Publicado en El Español, 25/8/2022)

La calle Enrique Granados es la última fijación del ayuntamiento de Inmaculada Colau. Hace unos años, esta vía era más bien oscura y de un aire algo fantasmal. Lúgubre, comenzó a iluminarse cuando se ensancharon sus aceras, se redujo el tráfico a un sólo carril y el comercio despertó de su letargo. Donde hubo una cacharrería hay hoy un restaurante francés. Y el local que ocupaba un negocio de repuestos para automóviles ofrece ahora tostadas integrales de aguacate. Los viejos habitantes se fueron muriendo y en sus pisos pernoctan turistas alérgicos a los hoteles. No es extraño ver, cualquier día, cómo unos forzudos operarios van sacando de un portal muebles de añeja madera, espejos tallados y butacas con la tapicería gastada. Una vida se ha acabado y, en su lugar, llegará otra adornada de anodinos enseres diseñados en Suecia. Hay algún extranjero que, llamado por la buena fama de la calle y su excelente localización, se compra incluso una vivienda, como mi nuevo vecino, un mexicano que pagó casi dos millones de euros al antiguo propietario.

El caso, o la fijación de la alcaldesa por esta vía, es económico. Se dice que no hay calle en todo el distrito con más terrazas. Uno puede comer mexicano, cocina clásica catalana, tapas modernas, pizza o platos del lejano oriente. Hay incluso un restaurante espectáculo con enanos y señoritas disfrazadas de indígenas americanas, con plumas en la cabeza y muy ligeras de ropa. Subsiste todavía algún negocio de antaño, como el puticlub Pep’s Corner, el restaurante Sense Pressa (qué paletilla de lechazo, qué ensalada de cigalas) o la (excelente) pescadería Frederic. Bien, la maniática y obsesiva Colau ha decidido perjudicar en la medida de lo posible el éxito de Enrique Granados: a partir de ahora todas las terrazas deberán cerrar a las once de la noche. Lo que supone que sobre las diez y media los clientes deberán levantar el culo de los asientos. Nada de sobremesas y a la cama pronto. La medida se aplica sólo a la calle, no a las adyacentes, que seguramente se frotarán las manos ante la expectativa de una traslación del terraceo.

Me comentaba un restaurador que no va a poder servir ya cenas fuera, a no ser que aparezca algún guiri de esos que comienzan a zampar a las ocho. El asunto es que, gracias al ayuntamiento y por si no hubiera sido poco el periodo pandémico, bajará su facturación un veinte por ciento, aproximadamente. Deberá, así, reducir plantilla. Lo que se conoce, vaya, como políticas sociales de la nueva izquierda. “¡Que nadie se quede fuera!”, repiten. Será fuera de la cola del paro. En el fondo, dichas políticas buscan precisamente crear un paisaje chavista, el empobrecimiento general y la destrucción de la actividad económica privada. Y, en el caso particular de Barcelona, matar todos sus brillos, tan trabajosamente conseguidos durante los años del municipalismo de sentido común, en el que, por cierto, participaba un PSC-PSOE que ahora devasta la ciudad. No hay día en que la infantil y peligrosísima Inmaculada no tenga una ocurrencia.

El contribuyente está ya pagando las faraónicas obras del nuevo tranvía, absurda y cara obsesión pudiendo reforzar la flota de autobuses, algo mucho más barato y eficaz. Una mañana, un vecino baja a comprar el pan y encuentra que su calle está plagada de bloques o bolas de hormigón (ya han causado graves accidentes de motoristas) y el pavimento lo han pintado de colorines. A esto le llama el equipo de gobierno “urbanismo táctico” y comprende también la implantación de prohibitivos carriles bici, aunque los ciclistas sigan yendo por donde les da la gana. Pero sobre todo, tal urbanismo es una guerra declarada a la racionalidad de Barcelona, la cuadrícula prodigiosa. Y, cómo no, la intención de teñir de la fealdad y tristeza propias del podemismo.