El funeral del procés en TV3

Publicado en El Español, 5/10/2022

Para celebrar las últimas honras fúnebres al procés y bajo enorme riesgo espiritual, estos días me he empachado de televisión autonómica. Como algunos compatriotas refractarios, desde hacía lustros saltaba con el mando a distancia el número 3 de la catódica parrilla. En el recuerdo permanecía otra muerte a computar, la del periodismo catalán, salvo honrosas excepciones como la de Joaquín Luna. Veníamos de aquel editorial conjunto en la prensa escrita barcelonesa a favor de un Estatut que nadie pedía ni quería, excepto unos políticos ya en competición nacionalista. Eso fue en 2009, pistoletazo de salida de una enorme y fraudulenta operación en la que se vieron envueltos todos los catalanes y cuya cima fue el amorfo referéndum de 2017. Millones de horas volcadas por TV3 (entre otros medios) para el lavado de cabeza y excitación ideológica de la ciudadanía.

En cualquier caso, la primera conclusión a la que llego tras dos semanas de empape televisivo es que la emisora ya no es lo que era. Incluso diré que el funeral del 1-O, tras cinco otoños de agonía, me ha parecido bastante deslucido, un poco forzado incluso. Casi birrioso, como hecho a desgana. Nada que ver con el fervor de tiempos pasados en que se desplegaban ingentes medios (¡que no falte de nada!) a la hora de retransmitir las coloridas performances de la liberación catalana. En un ambiente enrarecido por la guerra civil independentista, apenas unas cuantas piezas monográficas celebraban la conmemoración de otro fracaso histórico. Parece que los catalanes estamos condenados, desde 1714 o incluso desde la caída de Wifredo el Velloso, a festejar derrotas. Un pueblo gafe, vaya.

Estos días de luto, conforme veía desfilar en la pantalla a jovenzuelos con camiseta cupera, a mujeres ajadas vestidas de amarillo y sin teñir, a tanta tercera edad con la mirada afligida y la voz temblorosa, me inundaba una terrible zozobra. El fin de la ilusión. Quién sabe cuántas décadas deberemos esperar los catalanes la tierra prometida, otra vez. La tarea del columnista pasa a veces por descender hasta las sensualidades más insospechadas. Así, el drama por la muerte del procés, simbolizado en urnas de plástico chinas llenas de papeletas inservibles, expresado, micrófono en mano, por personas que o no se han enterado todavía de la cosa o no tenían mejor plan para el domingo, iba cargando de emociones la jornada. Estaban también los irreductibles («¡Lo volveremos a hacer!»), quienes daban la pincelada ochentera al ambiente y, quizás, apuntaban el futuro del movimiento: vuelta a las batallitas internas, a las catacumbas de las épocas románticas, cuando cada once de septiembre (Diada) se quemaba la puerta del McDonalds de la Rambla y se practicaba la carrerita delante de la policía, qué nostalgia del franquismo.

TV3 es un buen canal. También la voz de su amo, pero eso a los españoles no debe sorprendernos tratándose de una televisión pública. Mi vuelta a sus transmisiones se ha visto sorprendida por una especie de baño de realidad, aquella realidad que un Artur Mas enloquecido (no digamos Carles Puigdemont) parecía discutir o incluso negar para gusto de la ciega parroquia. He visto programas sobre el heroico recuerdo e incluso para la aceptación afligida de la muerte. Una pieza lacrimógena relataba la bravura y el ingenio de las gentes de Sant Martí Sesgueioles (300 habitantes), donde los campesinos cruzaron sus tractores a la entrada para impedir el paso a la Guardia Civil y un tumulto protegió una urna de cartón mientras la del referéndum (¡la de plástico chino, la buena!) se escondía en el garaje de un vecino. La Benemérita se llevó la falsa.

Entre tanta remembranza, no pudo faltar la referencia a la represión. «Era una fiesta. Y cuando vimos las imágenes antes de votar, la gente ensangrentada aquí en los colegios de Barcelona, fue un shock», decía una señora. «A garrotadas. Se nos presentó la Guardia Civil alineándose como si fueran legiones romanas», afirmaba un señor con sombrerito de paja de la Assemblea Nacional Catalana. La cadena tampoco olvidó las imágenes de mujeres histéricas por el suelo o agarradas a una valla, mientras la policía intervenía por orden judicial, tras la advertencia de rigor. El locutor alumbraba: «sin pactar la normal convivencia ciudadana» y «a pesar de todo votaron más de 2.300.000 de personas».

El acto oficial de entierro del procés fue cubierto por la televisión autonómica con desdén. Las cámaras enfocaron algunas pancartas severas: «Botifler, yo no te votaré», «políticos traidores» o incluso una en que aparecía el logotipo de TV3 con la banderita española. «Nos engañaron a todos», confesaba un ama de casa que pululaba por allí. La clave la dio el testimonio de un chico de orígenes orientales, ojos rasgados: «Quizás deberíamos cambiar de líder». Inferí que había mamado escuela maoísta.

Canto ahogado en la nostalgia, en el saber que no volverán los conmovedores acontecimientos de la liberación final, los señores de la tele catalana deben pensar que es hora de pasar página, de entretener con otras cosas. La ruptura ya no vende, no digamos la melancolía, lo que no quita que el canal siga siendo a ratos luz del nacionalismo, la defensa de la lengua única, etc. Su retransmisión del funeral fue digna de los tiempos que corren. Las elites andan a codazos por la hegemonía autonómica, el dinero y los privilegios. La aventura ha finalizado y TV3 da buena cuenta.

La política y el tenis

(Publicado en El Español, 18/9/2022)

La semana pasada, Mónica García, diputada por Más Madrid, reproducía en Twitter una fotografía de Serena Williams alzando el puño en la cancha del OPEN de EEUU tras ganar un punto. Disputaba la americana el que sería el último encuentro de su carrera (adiós a un tenis vulgar y físico) y la avispada política no quiso dejar pasar la ocasión de hacerse notar. Titulaba el tweet con un «gracias por tanto, Serena». No era conocida la afición de la madrileña por la raqueta, si bien cabe sospechar que su rendido homenaje a la jugadora de Michigan era de carácter político: ¿Cómo no aprovechar la imagen de una célebre mujer negra con el puño en alto? El podemismo en fase hiperactiva resulta, además de ridículo, cristalino. Cuando lo dirigía Pablo Iglesias, la pereza dominaba al partido; aquello era comunismo de vuelva usted mañana. Ahora, con las mujeres al borde de un ataque de nervios, no hay día que pase sin una gran idea, ejemplaridad estajanovista. A la formación morada se le han visto siempre las costuras, aunque el artificio, la palabrería y afectación mediáticas encandilara en su momento a un millón de compatriotas.

El tenis es un deporte individual (salvo en los partidos de dobles, que a casi nadie importan), opuesto a lo colectivo, al grupo, al tribalismo del fútbol, por ejemplo. Su fama, además, carga con la etiqueta del elitismo, una cosa de pijos bronceados, con suéter de pico y zapatillas blancas. Naturalmente, esto pudo ser así en épocas pasadas, pero desde hace muchos años en España proliferaron pistas públicas y clubs modestos, signo de una popularización irrefrenable. Los éxitos cosechados por nuestros campeones en los años noventa y, más tarde, por Rafael Nadal tienen algo que ver. El país cuenta hoy con más de 5.300 canchas y 1.128 clubes; y supera los tres millones de practicantes.

Por otra parte, se trata de un juego muy técnico que requiere de facultades, esfuerzo y competitividad, a la par que una cierta nobleza. Extrañas, gruesas y viejas cualidades para un futuro woke al que la turbia agenda internacional pretende condenarnos. Además, el tenis puede llegar a ser muy bello, como demostraron Roger Federer o Justine Henin cuestionando así la moda imperante de los recios luchadores, los sacadores gigantes y los reveses a dos manos. Representa, simbólicamente, un ideal conservador (estoy recordando las lecciones de Roger Scruton), opuesto a los ideales igualitaristas de estos gobernantes, que desprecian el mérito porque cumplen un programa social para uniformar por abajo (y no por arriba). Así, en el mundo ideal al que nos conduce la mencionada agenda, por la que suspira esta izquierda autoritaria, será muy improbable la explosión de un Carlos Alcaraz, como tampoco la de cualquier sujeto dispuesto a romperse los cuernos para triunfar.

Entre los muchos frentes que abarca el wokismo morado, tales como la pobreza sostenible, el feminismo anti-mujer y la cartilla de racionamiento vegana, destaca últimamente la cuestión del mérito. Lilith Verstrynge, otra canterana de la Complutense y ya secretaria de Estado para la Agenda 2030, decía este verano que «la cultura del esfuerzo y la meritocracia» generan «fatiga estructural» y «epidemia de ansiedad». Y un Pablo Iglesias pedagógico afirmaba que «ningún ejemplo de superación individual puede justificar la desigualdad social». Buen revés marxista-leninista de nuestro esforzado campeón.

Para mayor inri, parece que los grandes tenistas están despolitizados. Es decir, formarían parte del fascismo emboscado, según el frentepopulismo podemita. El asunto es que el gobierno resulta coherente con su propio discurso sobre el esfuerzo y el mérito. En el consejo de ministros (veintidós ministerios) hay muy poco músculo curricular, no digamos experiencia laboral, la vida ahí fuera. Intelectualmente anodino, este multitudinario gabinete, su vanguardia más neurótica, legisla sobre la entrepierna hoy y mañana vaya a usted a saber. Como mide el mundo desde su pequeñez, desde sus estrecheces ideológicas y sus resentimientos, no descartemos un día de estos alguna arremetida contra ese juego de clase y denuedo, el triunfal tenis patrio.