La nobleza, ya en la Atenas clásica, tenía un alto concepto de sí misma. Sus integrantes se autodenominaban los hermosos y buenos, y cultivaban pasiones como la equitación, la caza, la poesía. Alcibíades, noble él, nos regala el siguiente principio, no falto de razón: “Es injusto que sea igual a todos los demás el que tiene un alto juicio de sí. Del mismo modo que el que no tiene éxito participa de la desdicha, […] permitamos que alguien ensoberbecido por sus acciones de éxito sobresalga muy por encima”. La inmaculada clase nobiliar formaba un sistema de relaciones cerrado, con enlaces matrimoniales, amistades, competiciones atléticas y el acto social que hoy nos ocupa, llamado simposio, destinado a los placeres del vino, de la poesía y los espectáculos ligeros. Sólo asistían los hombres, acompañados de refinadas prostitutas.
Formalmente, el simposio comenzaba al finalizar la cena, cuando los sirvientes traían cráteras de vino y copas. En ese instante el anfitrión daba solemnemente inicio a la juerga con una libación en honor de la divinidad y los invitados cantaban el himno a Dionisos. Después se nombraba un simposiarca, persona que ordenaba, hasta cierto punto, suponemos, el número de copas a tomar y la cantidad de agua a añadir al vino. Así daba comienzo el rapto báquico, y animadamente lo cantó, por ejemplo, el poeta Alceo, natural de la isla de Lesbos:
“Bebamos, ¿por qué aguardamos las lámparas? Hay un dedo de día.
Baja las copas grandes con dibujos, pues el hijo de Zeus y Sémele
les dio a sus hombres vino para olvido de sus penas.
Vierte mezclando una de agua y dos de vino, completas hasta el borde.
Y que una copa empuje a la otra”.
Existen, en la literatura histórica, dos simposios de fortuna, el de Platón (poblado de resacosos) y el relatado por Jenofonte, donde también estuvo Sócrates, que es al que nos referiremos. El filósofo, mientras empinaba el codo, ejerció aquella noche con sutileza el arte del saber estar, a medio camino entre la seriedad y la broma, hasta que la cosa derivó en ardores de entrepierna. El patrocinador de la fiesta fue un tal Calias, personaje famoso del momento y pariente del citado Alcibíades. Jenofonte describe el carácter de este glotón, que no nos es en ningún modo ajeno: “hombre de buena presencia, fastuoso anfitrión, amante del lujo y despilfarrador, persona que sabe hacer bien las cosas (buena comida, excelente vino, magníficos espectáculos). Muy vanidoso, de espíritu superficial, obsesionado por destacar, de los que gustan de escucharse a sí mismos, sensible a la adulación”. Claro que, con la presencia de Sócrates, el engreimiento de Calias quedó eclipsado.
En el simposio, durante las largas horas en que los invitados bebían sobre camas, escuchando al flautista o admirando la juventud y belleza de los actores, el vino se cortaba con agua. Una medida común extendida más allá de tal celebración (excepto para el reglado desayuno, de pan mojado en vino puro), pero que en este caso se optaba con el fin de, literalmente, aguantar más tiempo sin entrar en un estado de abrupta embriaguez. Si bien se llegaba siempre, al transcurrir de las horas y la paulatina entrega de los cuerpos a la tutela del dios Dioniso, a aquel alborozo causado por el exceso. Veamos lo que, iniciada la orgía en casa de Calias, dijo (aún) con sabia prudencia Sócrates:
“Si nos hacemos verter inmensas cantidades de bebida, pronto nos fallarán los cuerpos y las mentes y no podremos ni resollar, no digamos hablar. En cambio, si los criados nos rocían a menudo con pequeñas copas, para decirlo con la retórica gorgiana, no llegaremos a emborracharnos forzados por el vino, pero persuadidos por él alcanzaremos un mayor grado de alegría”.
A lo que un previsor y simpático Cármides añadió:
“Yo creo, señores, que lo mismo que Sócrates dijo del vino, también esta mezcla de la belleza de los muchachos y de la música adormece las penas y despierta el amor”.
Como era previsible y de rigor, la orgía culminó en el habitual tono dionisiaco. Jenofonte documenta su final extravagante, cuando dos esclavos jóvenes se dedicaron a recrear las pasiones entre Dioniso y Ariadna con tal realismo que los casados se precipitaron a sus casas en busca de sus mujeres, mientras los solteros marcharon de picos pardos por la ciudad, dando tumbos, según se aventura.
Cierto desconsuelo es hoy recrear aquellas reuniones orgiásticas en que, además de sublimar el placer, la nobleza debía ser siempre comprobada, justificada con la inteligencia, el mérito y los versos, mientras se trasegaba el vino de Tasos. Casi nada permanece, excepto un persistente romanticismo, la versión contemporánea, vacía bacanal. Revel acota aquí un hecho cultural relevante: tras la ceremonia colectiva de la Grecia clásica en torno al vino, institucionalizada en el simposio, las Odas de Horacio inauguran “la estética del borrachín moderno, [que] hace su entrada en la historia de la sensibilidad occidental”. Así, un poco melancólicos, volvemos hasta el cielo de nuestra época, de Sócrates a Isabel I la Cachonda, de la que San Antonio María Claret, su confesor, advertía que “el vino entorpece los sentidos y es incentivo fugaz de la diabólica lujuria”. Como en Grecia, sigue el néctar divino causando el consabido efecto sensual (que nuestro religioso, quizás inspirado en los calores de la reina, puso negro sobre blanco). Pero es este asunto, los ardores que excita sobre las personas la leche de Venus (según imagen de Píndaro) objeto al que sin duda nos dedicaremos en futuras citas.