El hombre blando

(Publicado en El Español, 1/1/2022)

De Luis Cantero Rada (El Fary), sentado junto a una piscina, prieto bañador de licra y libro en las manos, conocimos un aviso, una advertencia: el hombre blandengue. No porque el personaje lo fuera, sino porque veía una amenaza. Se presentaba tal criatura llevando la bolsa de la compra o el carrito del niño, cosas que, en recia apreciación antropológica, le parecían un desmantelamiento de los roles sexuales.

La libertad es un eufemismo más viejo que el rigodón -incluso la garantiza la Constitución- y uno de sus rutilantes ejemplares es ese varón blando, que hoy estaría ya socialmente normalizado. Una alegoría de la estética modulada, un verdadero hombre de paz. En otro mundo, numantino, un puñado de machos recalcitrantes se empeña todavía en vivir desaforadamente y vestirse por los pies, desde el convencimiento de una igualdad imposible e innecesaria.

Así, el nuevo hombre prescinde de rituales arcaicos para parecerse a la mujer (¿a qué mujer imaginada?). Y asume un charm distópico de gracia discutible y suaves pensamientos. Yo mismo he temido agradar a demasiada gente desde que compré aquellos pañuelos en Etro y abandoné los puros de la Montiel. También cuando, llevado por mi recta y abultada educación erótica, no distinguía, entrado el nuevo siglo, entre visones y zorros. Siempre hay que volver al Barroco, a sus claroscuros, para situar las bellas apologías. El gran drama social comenzó, concerti grossi, con un espíritu -cómo no- colectivista. La cosa envenenada de sublimar las detestables tareas del hogar mientras los niños, desde el sofá y con mando a distancia, convenían un nuevo totalitarismo.

Nunca hubiéramos debido permitir que la moral general invadiera, como un comisario soviético, nuestras casas. Se había desencadenado a la mujer del ámbito doméstico, se inculcó la monstruosidad del igualitarismo vital deformando las relaciones y, después de eso, lo que tenemos es a una mujer que trabaja fuera y en casa, a un hombre que trabaja fuera y en casa y a un leviatán al que no se le puede ni soplar. En suma, hemos actualizado el esclavismo con la tríada de una hembra sometida, de un macho afeminado y un mocoso ya sospechado por Elías (“un día os gobernarán los niños, y será el peor de vuestros días”).

No sabemos en qué acabará esta historia del hombre que no quiso serlo. Que no quiso reinar acuciado por la sospecha de que su antiguo papel se redujo a una dominación grosera, en lugar de seductora y frágil. Militante converso de un régimen pavoroso, enmarañado de eslóganes y culpabilidades ideológicas, languidece. Le vemos, hoy, no ya con el carrito, sino cual carrito al que la Historia conduce por sus caminos tristes, condenado a la melancolía. Es un ser despistado y sin misión. En realidad, José Pla, muchos años antes que El Fary, había escrito sobre el fenómeno: “¡Mira, Conchita, qué orquídeas tan bonitas!, oí de uno de esos maridos poéticos, flácidos y empalagosos que van por el mundo llevando los paquetes de su señora.”

La última fijación de Ada Colau

(Publicado en El Español, 25/8/2022)

La calle Enrique Granados es la última fijación del ayuntamiento de Inmaculada Colau. Hace unos años, esta vía era más bien oscura y de un aire algo fantasmal. Lúgubre, comenzó a iluminarse cuando se ensancharon sus aceras, se redujo el tráfico a un sólo carril y el comercio despertó de su letargo. Donde hubo una cacharrería hay hoy un restaurante francés. Y el local que ocupaba un negocio de repuestos para automóviles ofrece ahora tostadas integrales de aguacate. Los viejos habitantes se fueron muriendo y en sus pisos pernoctan turistas alérgicos a los hoteles. No es extraño ver, cualquier día, cómo unos forzudos operarios van sacando de un portal muebles de añeja madera, espejos tallados y butacas con la tapicería gastada. Una vida se ha acabado y, en su lugar, llegará otra adornada de anodinos enseres diseñados en Suecia. Hay algún extranjero que, llamado por la buena fama de la calle y su excelente localización, se compra incluso una vivienda, como mi nuevo vecino, un mexicano que pagó casi dos millones de euros al antiguo propietario.

El caso, o la fijación de la alcaldesa por esta vía, es económico. Se dice que no hay calle en todo el distrito con más terrazas. Uno puede comer mexicano, cocina clásica catalana, tapas modernas, pizza o platos del lejano oriente. Hay incluso un restaurante espectáculo con enanos y señoritas disfrazadas de indígenas americanas, con plumas en la cabeza y muy ligeras de ropa. Subsiste todavía algún negocio de antaño, como el puticlub Pep’s Corner, el restaurante Sense Pressa (qué paletilla de lechazo, qué ensalada de cigalas) o la (excelente) pescadería Frederic. Bien, la maniática y obsesiva Colau ha decidido perjudicar en la medida de lo posible el éxito de Enrique Granados: a partir de ahora todas las terrazas deberán cerrar a las once de la noche. Lo que supone que sobre las diez y media los clientes deberán levantar el culo de los asientos. Nada de sobremesas y a la cama pronto. La medida se aplica sólo a la calle, no a las adyacentes, que seguramente se frotarán las manos ante la expectativa de una traslación del terraceo.

Me comentaba un restaurador que no va a poder servir ya cenas fuera, a no ser que aparezca algún guiri de esos que comienzan a zampar a las ocho. El asunto es que, gracias al ayuntamiento y por si no hubiera sido poco el periodo pandémico, bajará su facturación un veinte por ciento, aproximadamente. Deberá, así, reducir plantilla. Lo que se conoce, vaya, como políticas sociales de la nueva izquierda. “¡Que nadie se quede fuera!”, repiten. Será fuera de la cola del paro. En el fondo, dichas políticas buscan precisamente crear un paisaje chavista, el empobrecimiento general y la destrucción de la actividad económica privada. Y, en el caso particular de Barcelona, matar todos sus brillos, tan trabajosamente conseguidos durante los años del municipalismo de sentido común, en el que, por cierto, participaba un PSC-PSOE que ahora devasta la ciudad. No hay día en que la infantil y peligrosísima Inmaculada no tenga una ocurrencia.

El contribuyente está ya pagando las faraónicas obras del nuevo tranvía, absurda y cara obsesión pudiendo reforzar la flota de autobuses, algo mucho más barato y eficaz. Una mañana, un vecino baja a comprar el pan y encuentra que su calle está plagada de bloques o bolas de hormigón (ya han causado graves accidentes de motoristas) y el pavimento lo han pintado de colorines. A esto le llama el equipo de gobierno “urbanismo táctico” y comprende también la implantación de prohibitivos carriles bici, aunque los ciclistas sigan yendo por donde les da la gana. Pero sobre todo, tal urbanismo es una guerra declarada a la racionalidad de Barcelona, la cuadrícula prodigiosa. Y, cómo no, la intención de teñir de la fealdad y tristeza propias del podemismo.

Eternamente, Yolanda

(Publicado en El Español, 27/7/2022)

“Por decir en una metáfora, lo que a mí me seduce […] es esta imagen tan triste, tan hermosa y tan tierna en la niña afgana que se ha convertido en viral en Twitter […] bueno yo creo que estamos en política todas nosotras por la sonrisa de esa niña.” Estas palabras, labradas ya en los mármoles de la nueva política, fueron pronunciadas por Yolanda Díaz, vicepresidenta segunda del Gobierno, en un discurso que algunos periodistas del régimen populista han calificado de “histórico”.

Yolanda es una mujer sensible. Encerrada en ese marco emocional, no puede resistirse a la bonita misión de evangelizar la política, tan fea y austera antes de su providencial aparición. Así, lanza al viento de la nación cosas nacidas del alma, que repite una y otra vez: “cariño” y “alegría”. ¿Y qué puede haber más importante que el cariño y la alegría en un país con un 13% de paro (27% en menores de veinticinco años)? Se podría decir que ella no es la responsable del desastre, si bien, que sepamos, es ministra de Trabajo. Tengamos, pues, fe y entreguémonos al alborozo y al amor, enemigos letales del desempleo. Sobre este grave asunto, la receta de Yolanda (el cariño, en suma) ha consistido en regar de ayudas a los futuros votantes. Aquello mismo que el pituso Íñigo Errejón confesó sin rubor hace unos años: crear redes, es decir, redes clientelares. El sector de la hostelería aclaraba la situación hace unos días, en declaraciones a ABC: “Te viene mucha gente diciendo ‘no me hagas contrato, porque estoy cobrando una ayuda’”.

Luego está la cuestión de los viajes “oficiales” de la señora. Aficionada a visitar al papa (al argentino lo ven como un filón publicitario de la izquierda internacional), no queda clara la naturaleza de dichos encuentros. Transparencia no ha recibido todavía una explicación convincente al respecto. El último periplo, baratísimo según el Gobierno (224 euros en concepto de dietas), podría haberse financiado con dinero público, Falcon y escolta mediante. Por cierto, sepan que las dietas de los funcionarios de policía llevan congeladas desde 2002.

Otra belleza que ha aportado Díaz a la historia de la retórica española resonó en el Matadero de Madrid, con motivo de la gala de Sumar y ante la presencia del avieso Juan Carlos Monedero: «La política es escuchar, escuchar, escuchar…” Es decir, la vieja escuela del análisis y la actuación, e incluso la del escuchar poco y que los técnicos hagan su trabajo, ha muerto, según nuestra heroína. En verdad, y escuchando sus giros verborreicos imposibles, sus frases inconexas, da la impresión de que ella está en política para escucharse a sí misma. O que tiene una relación compleja con la realidad. Me recuerda al colegio, cuando el profesor me espetaba: “¡García, no se enrolle, no ha estudiado la lección!” Con fortuna, y después de mucho ejercicio, quizás llegue a darse cuenta de la interminable palabrería con la que ha inundado el discurso general. Un aluvión de nadería intelectual.

Por humanidad, deberíamos compadecernos de que un ser de luz, con tan nobles intenciones, no dé pie con bola. Si la puesta de largo de su nueva formación Sumar le llenó de alegría, el proyecto inicial no ha hecho sino restar con el tiempo. Primero conquistó para la causa, paseando ufanas por las decadentes Ramblas, a una Colau ya imputada. Después se cayó del cartel Oltra, investigada por un repugnante caso de presunta pederastia. Y ahora, abnegada, comunica a una nación tan necesitada de su afecto que Sumar no se presentará ni a municipales ni a autonómicas. Un varapalo.

Ahondando en la sensibilidad de nuestra querida ministra, faro entrañable de la nueva izquierda, recupero unos versos de Pablo Milanés, autor con el que Yolanda comparte pasión por el Manifiesto Comunista: “Si alguna vez me siento derrotado, renuncio a ver el sol cada mañana, rezando el credo que me has enseñado, miro a tu cara y digo en la ventana: Yolanda, Yolanda. Eternamente, Yolanda.”

Las edades de la corbata. Historia de un trapo.

El ser humano es una fábrica de caprichos. Digamos que, en dos mil años de civilización occidental, nos ha dado tiempo a construir misterios apasionantes como Bizancio y, del mismo modo, alumbrarnos individualmente gracias a un trocito de tela. Poner luz sobre todas las cosas, grandes y pequeñas, ha sido tarea ineludible, no siempre plácida, del historiador. Quedémonos ahora con el trocito de tela.

La corbata. Small is beautiful, ladró Snoopy parafraseando a un economista británico sobre la crisis mundial de 1973. Parece casi justo reconocer que la corbata, compañera del hombre durante siglos, está sin embargo huérfana de literatura contemporánea. Su existencia, frívola para quien someramente la juzgue, no ha merecido tratados, ni versos aclamatorios, apenas unos pocos libros justicieros. Esto es extraño si pensamos que dicha prenda, a punto de morir varias veces, ha estado en mil batallas -también amorosas-, en incontables congresos, cumbres, hoteles, salones, oficinas y despachos, garitas, platós, asesinatos, funerales, bodas, cocktails, guerras, duelos, fiestas y lugares de toda luz. Si la corbata tuviera alma -de hecho la tiene: el alma es la entretela de su interior, la que le procura vida- sería desde luego propicia a establecer un juicio sobre los hombres, sobre los millones de hombres que, elegantes, desarrapados, reyes, porteros, cantantes o mafiosos han envuelto sus cuellos con esa misteriosa tira de tela. No hay objeto tan sencillo y elocuente, tan evocador de un estado de ánimo y de un carácter, tan feliz en definitiva, como la corbata. No es un adorno, sino un símbolo, afirmó Giovanni Nuvoletti, ejemplo del bon ton y la ironía.

Para dar cuenta de las edades de nuestra heroica prenda tenemos el libro Elogio de la corbata (Mariarosa Schiaffino e Irvana Malabarba), prologado por el mismo Nuvoletti, dandy contemporáneo despojado de la habitual aureola maldita; conde que vivió como un señor, marido de una hermana del célebre abogado Agnelli. En segundo lugar, están las páginas de Arte de ponerse la corbata (1827), del conde Della Salda, en edición barcelonesa de 1832. Es este conde quien advierte, premisa fundamental, que todos los nudos parten del gordiano, el que Alejandro Magno deshizo por las buenas con su espada: advertencia histórica para quienes se anudan la corbata sin atender a las normas. Se calculan treinta y dos nudos, dependiendo del carácter, la profesión o el humor de cada cual. Hay un nudo Byron para románticos empedernidos, un nudo de gastrónomo oun nudo matemático para los estudiantes de esa materia.

Los autores que han escrito la historia de la corbata -profundamente François Chaille en Grande histoire de la cravate– coinciden en situar su primitivo origen en el focale, pañuelo largo anudado sin muchas atenciones que lucían algunos legionarios del ejército imperial romano. Esto puede apreciarse en algunas escenas de la Columna de Trajano (Roma). A partir de las invasiones bárbaras, la caída del imperio y el comienzo de la Edad Media, no se tienen noticias de prenda similar al focale. Repasando los tipos de atuendos de aquellos tiempos lejanos, ningún trapo complementaba a tabardos, balandres, mantos o capas, ya sea para el código noble como para el vasallo. Quizá la capucha, aceptada en ropajes como los citados, bastara para proteger las gargantas de los caballeros. La habitual oscuridad medieval supone, a falta de documentación, que nadie llevaba nada que tapara su cuello. Es delicioso el misterio que ocupa en nuestra cultura la Edad Media, nebuloso tiempo de caballeros, espadas, aventuras e ideales que se convierten en leyes, búsqueda de la verdad en el interminable bosque europeo. Pero sin corbata.

Desde el siglo XIV hasta -al menos en Francia- la época de Luis XIII se cubrieron los cuellos con gorgueras, fino decorado que llegaba hasta la barbilla. Fue este rey quien puso de moda el cuello de encaje. En La rendición de Breda, de Diego Velázquez, pueden apreciarse dichos cuellos y, también, en el personaje central tras Spínola, una gorguera bastante discreta. En todo caso, el primer documento tras siglos de silencio medieval es un retrato del poeta Ivan Gundulič encorbatado (1662). Éste señor era croata, dato coincidente con el origen moderno de la corbata: la cravat, pañuelo que llevaban los mercenarios croatas del ejército francés en la Guerra de los Treinta Años, unas décadas antes del citado retrato.

En la Francia cortesana era habitual que las ocurrencias del monarca, a veces atinadas, otras extravagantes, fueran imitadas por los nobles siguiendo una lógica estrictamente jerárquica. El rey Luis XIV inventó una extraña corbata, muy complicada, con nudos de seda de colores y nubes de encaje. Existe un retrato ecuestre, de Charles Le Brun (hacia 1668), en que se aprecia un caballo de doradas crines, la mirada triste del rey y su corbata, vaporosa como una cascada del Paraíso. En la España del XVIII se usó la corbata según instruía la ordenanza: «Bien ajustada, metida bajo la chupa o retorcida y metida en un ojal de la casaca.» Luis XV de Francia y de Navarra, el Bienamado rey rococó, tuvo la originalidad de crear el puesto de portacorbatas, criado encargado de ponerle y quitarle dicha prenda. Durante aquel tiempo, en Inglaterra también pasaron cosas: nació y se puso de moda el neck-stock, una tira de lino rígida sujetada en la nuca con un broche, en ocasiones muy lujoso. La época vio nacer modas extravagantes, como las macaronis, corbatas que popularizaron miembros de un club del mismo nombre que, habiendo viajado a Italia, lucían ropas muy llamativas.

El ministro Talleyrand observó una vez que solo quien vivió en Francia antes de los hechos de 1789 había podido conocer la douceur de vivre. La Revolución Francesa acabó con un mundo, y la corbata no fue ajena a tal impacto. Digamos que, como símbolo aristocrático, se vio arrastrada hacia la guillotina en compañía de pelucas, chorreras y bordados. Aunque, verbigracia de los revolucionarios de ayer y hoy, los líderes de las muchedumbres aparecen retratados con bellas corbatas y aristocráticos aires, Robespierre el primero y más elegante. Una prenda que consiguió sobrevivir al Terror debería considerarse en su gran fortaleza, pues ni siquiera los sans-cravates consiguieron eliminarla. Los sueños y pesadillas revolucionarios, muertos en el amanecer del Congreso de Viena, dieron paso a la alegría, desmedida quizás, aunque comprensible: enormes corbatas de tejidos y colores variados, adornadas diversamente. Cuenta un episodio que el general Lassalle, amante de una rara corbata doble, negra y blanca, salvó la vida gracias a esa dicotomía textil, encontrando un proyectil incrustado en las telas después de la batalla.

Tras el uso de los opulentos y asfixiantes pañuelos del XVIII, la corbata inició su inconcluso reinado en la primera mitad del siglo XIX. No es posible decir cosas acerca del vestir y no tener en cuenta a George Bryan Brummell, señorito inglés convertido en canon de la moda contemporánea, no tanto por sus ropajes de época como por la regla principal que significa: el sentido de la medida, la elegancia informal. Sobre el Beau recae una imagen de auge y caída, una historia universal en cuanto repetida infinitamente, sólo que en su caso es paradigmática por grandilocuente, bella y triste, melancólica en suma. Pasó de ser imprescindible para el rey Jorge IV a morir en la ruina y loco en Francia, creyendo ser el anfitrión de fiestas inexistentes para todos menos para él. Existen unos versillos, anónimos aunque atribuidos a veces al Beau, sobre la corbata:

Mi corbata constituye mi primera preocupación

Ya que nosotros juramos tales normas de elegancia,

y me cuesta cada mañana muchas horas de trabajo

hacer que parezca anudada a toda prisa.

A mediados del siglo XIX se impuso la corbata negra, no sin haber recorrido un tortuoso camino hasta su aceptación social. En principio, se consideró este color distintivo de los sans-gênes demócratas, y cuando Don Pedro de Brasil se presentó en casa de un primo suyo con una corbata negra el asunto mereció un comentario en el periódico Illustration. Debemos a las recomendaciones de Filippo de Pisis, en los años 1920, el aspecto actual de la corbata: «sencilla, de seda o lana, con un tono profundo», aspectos que definen la popularización de la prenda hasta nuestros días. Los mejores materiales son la lana en invierno y la seda en cualquier estación. En cuanto al nudo, el que prevalece en la actualidad es el four-in-hand.

Todo el siglo XX (y hasta nuestros días), las tendencias comprenden la recuperación de formas ya existentes (el corbatín existencialista de los años setenta), materiales novedosos (la piel teñida, de moda en los ochenta) y decoraciones extravagantes (una asombrosa libertad de estampados y colores a partir de los noventa). Algunos personajes nacionales, como Jaime de Mora o el periodista televisivo Carrascal, acentuaron su imagen con corbatas de motivos y colores estrafalarios. Atrevimientos que, en la actualidad, son difíciles ver. Nuestra querida prenda permanece hoy viva, casi exclusivamente, en ambientes laborales, eventos familiares y en el mundo de la política, donde, en cualquier caso, ha visto amenazado su tradicional reinado. Quizás por un sentido laxo de las formas, de la estética fuerte que representa la corbata, declarada enemiga por los atribulados pancartistas en camiseta que ocupan escaños e instituciones públicas.

¿Y si gobernara la derecha?

(Publicado en El Español, 29/6/2022)

¿Qué ocurriría si, gobernando la derecha, murieran veintitrés inmigrantes en la valla de Melilla? ¿Y si ese mismo gobierno de derechas impusiera el silencio por tratarse de una “cuestión sensible”? ¿Y si, además, el presidente de derechas elogiara a la gendarmería marroquí? ¿Qué ocurriría si un gobierno de derechas regalara el Sahara a Marruecos? ¿Y si, tras esa decisión, se enemistara con Argelia, proveedora de gas, qué ocurriría? ¿Qué ocurriría si se disparase la inflación bajo un gobierno de derechas? ¿Qué ocurriría si un gobierno de derechas forzara la dimisión del presidente del INE?¿Qué ocurriría si, con un gobierno de derechas, el precio de la luz batiera todos los récords? ¿Y si hubieran más de tres millones de parados, qué ocurriría?

¿Qué ocurriría si un gobierno de derechas acogiera en España una cumbre de la OTAN? ¿Qué ocurriría si un secretario de Estado de derechas se manifestara en la calle contra esa misma cumbre? ¿Y si ese gobierno nombrara fiscal general del Estado a una ministra? ¿Qué ocurriría si un gobierno de derechas controlara por asalto una gran multinacional, como Indra? ¿Qué ocurriría si, en una coalición de derechas, un vicepresidente elevara a ministra a su mujer? ¿Y si un gobierno de derechas indultara a un condenado por secuestrar a su hijo? ¿Y qué ocurriría si, en una autonomía de derechas, la vicepresidenta hubiera sido imputada por supuesto encubrimiento en un caso de pederastia?

¿Qué ocurriría si la segunda ciudad del país se hubiera convertido en la perla del crimen organizado siendo gobernada por la derecha? ¿Y si esa misma alcaldesa de derechas estuviera imputada por prevaricación? ¿Qué ocurriría bajo un gobierno de derechas si el presidente hiciera un uso indiscriminado del Falcon? ¿Y si ese mismo presidente mintiera con desparpajo al atribuir a la guerra en Ucrania la ralentización de la economía? ¿Qué ocurriría si un gobierno de derechas vetara a periodistas molestos en sus ruedas de prensa? ¿Y si ninguneara dicho gobierno a la oposición en las sesiones de control parlamentario? ¿Qué ocurriría si un gobierno de derechas negociara la legislatura con viejos terroristas?

La respuesta a todas estas preguntas la ofreció Adriana Lastra unos días antes de la debacle electoral en Andalucía, cuando animó a votar correctamente para “no tener que salir a las calles” contra la derecha.

La guerra del vodka

(Publicado en El Español, 6/4/2022)

La guerra es terrible, pero la necedad humana, que se mezcla a veces con el belicismo, puede alcanzar inusitadas cotas de pavor. Paseaba yo una tarde por las alturas barcelonesas cuando, a la entrada de un bar, me fijé en una pizarra, la típica que suele anunciar un menú o la oferta happy hour. Sin embargo, lo que habían escrito allí rezaba sencillamente: “en este establecimiento no servimos vodka ruso”. Desconozco hasta qué punto puede tal medida ayudar a los ucranianos, que llevan ya un tiempo pidiendo sin éxito un puñado de aviones Mig-29 polacos. Lo que sí me parece descifrable es esta ridícula toma de posición por la vía del licor de patata o centeno. Una cosa esteta y de consumo propio que tranquiliza los buenos corazones. Como los de aquellos trasnochados izquierdistas que se manifiestan en las plazas con pitos y megáfonos “contra la guerra” y luego se van de cañas trascendentes.

Los boicots resultan tan tontos como asépticos. Las marcas de vodka que solemos conocer y consumir -un consumo moderado en España, en comparación al vino, la cerveza o la ginebra- no son rusas. Absolut viene de Suecia, Grey Goose y Ciroc son galas, Belvedere se produce en Polonia y Ketel One es de los Países Bajos. Junto a los gigantes Absolut o Eristoff, del que hablaremos luego, un nombre ocupa invariablemente un lugar en los estantes de bares y coctelerías: Smirnoff. La madre Rusia es sólo su primigenio origen. Fue fundada por Pyotr Arsenievich Smirnov, un siervo de la gleba que comenzó trabajando de lavaplatos en Moscú en 1864, labrando fortuna hasta convertirse en proveedor oficial del Zar. Llegaron después los bolcheviques, y su ya conocida manía confiscatoria provocó que los Smirnov huyeran, en un periplo que les llevó de Constantinopla hasta Francia. Finalmente, un mal negocio con un socio venido de Estados Unidos en busca de fórmulas espirituosas convirtió a la marca en americana (hoy es propiedad de los británicos Diageo), donde se produce.

Por su parte, Eristoff fue creada por el georgiano Nicolai Alexandrovich Eristoff en 1806, parece que por encargo del duque de Racha. Un lobo aullando a la luna creciente, logotipo de la marca, evoca la legendaria admiración del citado duque por el misterioso animal. Actualmente, es propiedad del grupo Bacardí, fundado en Cuba por el español Facundo Bacardí Massó. En otro orden, Stolichnaya -con su etiqueta evocadora del estalinista Hotel Moskvá- propiedad del magnate ruso Yuri Shefler, quien ha mantenido un litigio público con el régimen de Putin, ha anunciado que cambiará su nombre por el de Stoli, una forma de “desrrusificar” el producto. Su vodka, preferido por el guitarrista de los Rolling Stones, Keith Richards, se fabrica en Letonia con ingredientes eslovacos.

Entre las curiosidades de la guerra del vodka, Estados Unidos ha prohibido la comercialización de las etiquetas de procedencia rusa, aunque Amazon venda algunas, como la Russian Standard Platinum. Hay también una singular iniciativa suiza: Vodka Zelensky. Sus creadores se comprometen, según la propia página web, a destinar el 100% de los beneficios empresariales a los ucranianos, hasta el año 2026. Y declaran, solemnemente, que “el vodka Zelensky es conocido por su excelente sabor y claridad. Una gran calidad combinada con un enfoque honorable: eso es Vodka Zelensky.”

En la castigada noche del ocio barcelonés -Colau aprovechó la pandemia para degradar una de sus principales industrias-, el empresario Fede Sardà, amante del ilusionismo, se sacó de la chistera una vaga solidaridad con Ucrania con el boicot de la sala de fiestas que regenta, mítica Luz de Gas, a los espirituosos rusos. Quizás desconoce, tal y como hemos tratado de contar aquí, que sus siempre divinas clientas, mientras rememoran los hits de los ochenta, se toman un Moscow Mule preparado con vodka de cualquier lugar del mundo menos la patria de Putin. Lo mismo diríamos del curativo Bloody Mary que los parroquianos de las viejas coctelerías de Barcelona piden tras una noche excesiva. La solidaridad es un asunto siempre complejo, normalmente nacido más para satisfacer al que la practica que al que la recibe. Quizás, si quisiéramos ayudar a Ucrania, fuera más efectiva la compra de alguna etiqueta de ese país bombardeado, como la Kozak, prácticamente desconocida por estos lares de siempre nobles sentimientos.

De la urna a la playa

(Publicado en El Español, 21/6/2022)

Una de las estampas de las elecciones andaluzas nos presenta a un hombre de mediana edad. Está en un aula haciendo cola para votar. Al fondo hay una pizarra y varios dibujos infantiles de encantadores monstruos, enganchados a la pared. Luego está la cosa democrática: las papeletas, una urna, un presidente siempre muy serio y dos vocales que van apuntando. El hombre, nuestro hombre, espera su momento. No sabemos de sus esperanzas políticas, porque el voto es secreto, excepto cuando es un secreto a voces. Pero tenemos algunas pistas valiosas. Viste camiseta y pantanloncillo, calza chancletas de baño y porta una sombrilla enrollada y una nevera portátil. Es decir, es un hombre que vive la democracia con la gravedad de la existencia, cargando todo su peso. Se va o viene de la playa, pero no ceja en el empeño de vislumbrar un futuro y acude a votar, alguien podrá decir que con inocencia, quizás. Si bien el humilde voto nunca es solitario, excepto para Ciudadanos. La papeleta es como la sombrilla y la nevera, proyecciones de un pensamiento, símbolos establecidos de la vida hispana. Si la sombrilla nos protege del sol y la nevera guarda las bebidas frescas, el voto pasa cuentas y, dependiendo del resultado, anuncia el empeño de renovarse.

Nuestro hombre en chanclas es un Ulises contemporáneo volviendo a Itaca, aunque todavía no lo reconozcamos. Es el andaluz que ha derrotado a un enemigo común, esa cháchara corrupta con la que pretendían someternos de nuevo. Es el tipo español que luce las suaves costumbres; el amor romántico y la tragedia y salvación cristianas. La libertad vieja. Si Sánchez no ha gobernado diez años, bien parece una deprimente odisea. Todas las trampas imaginables han poblado desde el inicio su mandato. Que no ha expirado, aunque, herido de muerte, se antoja más peligroso. El varapalo sufrido en Andalucía prevé un futuro sin él y sus socios, la peor banda de caraduras, amigos de la violencia política y alucinados ideológicos. Los más amenazantes: todavía Irene Montero puede continuar con su lunática ingeniería sexual, los independentistas proscribir definitivamente el español en Cataluña y Mónica Oltra ser nombrada embajadora de la infancia. Incluso a Ada Colau se le puede ocurrir aterrizar en Madrid (ya ha cumplido su misión de cargarse Barcelona) o a Yolanda Díaz prologar las obras completas de Stalin para después explicarnos el gulag como una cosa chulísima.

Andalucía ha señalado un retorno al futuro, el de las soporíferas mayorías absolutas. Vivíamos mejor en el bipartidismo o, al menos, España y sus millones de bolsillos sufrían menos angustias. Eran tiempos en que los jubilados hacían la alineación balompédica, las amas de casa hablaban de la crónica rosa, los jóvenes entendían los textos y la gente en general no era clasificada según sus gustos fornicadores o su apetencia biológica. En definitiva, nuestro hombre en chancletas nos ha enseñado que la playa no está bajo los adoquines, sino a un ratito en coche o a pie, tras haber votado en una escuela de barrio.

(La fotografía del héroe es de Carlos Barba para El Mundo)

Cataluña, una lengua, un país

(Publicado en El Español, 1/6/2022)

Allá por la década de los ochenta, una idea fuerza comenzaba a surgir entre el catalanismo. Todavía débil y ceñido a las venturas de una democracia recién nacida, fiaba su futuro a la ilusión de una Generalitat fuerte, depositaria de una tradición política que había sobrevivido a la dictadura. Un casi desconocido Jordi Pujol despachaba en el restablecido Palau desde 1980, primeras elecciones autonómicas. Su triunfo ante la histórica ERC (que lideraba entonces el xenófobo Heribert Barrera), cimentado junto a la gran patronal catalana, había sorprendido a esos románticos de una nación sometida al yugo español. Lo que seguramente no sabían ni imaginaban es que el menudo President tenía sus planes respecto a todo y respecto a todos. Incluidos comunistas, terroristas y demás frikis de la utopía catalana, fuera esta una república de aires medievales o un soviet cuatribarrado. No dejó puntada sin hilo: elaboró el Plan 2000, que sentaba las bases para la construcción de una Cataluña nación, primero, y una Cataluña Estado, más tarde.

 

La idea fuerza del catalanismo efervescente era la lengua única. A diferencia del vasco, marcado por los sueños étnicos de Sabino Arana, el nacionalismo catalán se había desarrollado cien años atrás bajo los postulados de Prat de la Riba. Este señor, sin el cual no puede entenderse a Pujol, fijó el sueño nacional en base a la cultura, a la lengua catalana como estandarte político. Así, el programa de ingeniería social pujolista recogía ese acervo para edificar una Cataluña lo más compacta posible, culturalmente unificada. La “normalización lingüística” se excusaba en los años de represión franquista -ya relativa en la década de los sesenta y setenta, cuando se edita bastante obra en catalán y se funda Òmnium Cultural (1961)-. Su propósito real era hacer desaparecer el español de las aulas y, a ser posible, de los hábitos diarios de la vida pública e, incluso, de la privada. El sometimiento educativo de la sociedad catalana, bilingüe, ha sido ejemplar pero también muy natural. Es decir, no se ha producido apenas resistencia respecto a la estigmatización de la lengua común en las escuelas e instituciones y, sin embargo, se ha continuado hablando en casa, en el mercado o en el bar tanto el español como el catalán. Un bilingüismo, decía, tan natural como histórico. Tan auténtico. Sorprende, pues, que tras muchos años de legislar y publicitar el sueño de la lengua única (y el ingente parné derrochado), no tengamos al anhelado ejército de buenos catalanes monolingües. Incluso podríamos detectar, desde la chaladura del procés, una especie de abandono a los brazos del español, quizás indisciplina ante la desmesurada politización del catalán.

 

Si el viejo Programa 2000 no ha podido alcanzar todas las metas, sí ha logrado establecer una gigantesca estructura clientelar. Pujol, hábil integrador de minorías, tuvo claro que debía alzar un orden autonómico de características pre-estatales (pre-independencia, se entiende). Y eso se hizo ganando competencias y llenando Cataluña de funcionarios perfectamente conscientes de quién les pagaba la nómina. De alguna manera, el President tenía tanto de habilidoso negociador como de disimulado autoritario. Alguien que sabía cómo resultar imprescindible, arropado por la gran empresa y reafirmado por un cuerpo de trabajadores públicos cada vez más orondo. Un hombre al que no se le podía discutir mucho y sabía defenderse con mando, como ocurrió en el caso Banca Catalana, en que impuso, amenazante, un temeroso silencio general. 

 

Por supuesto, el asunto de la lengua fue fundamental, un elemento de control social indiscutido hasta ahora. El fracaso del procésdevuelve al debate la educación monolingüe, si bien se está luchando por un mísero 25%, que los nacionalistas ven cual diablo sobre ruedas, incluido el quintacolumnista PSC. Han puesto el grito en el cielo e incluso parecen haber burlado la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. Cuando el Tribunal Constitucional declare contra la artimaña legal de la Generalitat estará presumiblemente gobernando el PP: otra bomba de relojería para los conservadores. Mientras, la afectación nacionalista se siente recompensada. La ilusión de “una lengua, un país” pervive. Es gracioso, por otra parte, constatar el cinismo de los dirigentes catalanes: propugnan y amparan el monolingüismo para el pueblo, pero llevan a sus vástagos a colegios privados trilingües, no sea que peligre su porvenir. Y es que una cosa es el sentimentalismo político, opio del electorado, y otra la custodia del patrimonio familiar, escolti.

La regla de Irene Montero

(Publicado en El Español, 17/5/2022)

La última ocurrencia legislativa de la ministra Irene Montero, que cavila mucho, tiene por objeto la menstruación. “Estoy muy orgullosa de que seamos el primer país de Europa que empieza a hablar de una cuestión tabú”, ha dicho. Yo no sé en qué mundo de oscuridades, en qué convento mental se habrá criado esta señora. Lo que resulta cristalino es su idea de la mujer: un ser triste y apocado que necesita ser salvado por el Estado. Incluso cuando padece dolor menstrual. Una mujer débil, esclavizada por los hombres y por la ignorancia, a la que la ministra dedica sobrehumanos y protectores esfuerzos. Paternalismo al que llaman feminismo, la guerra cultural de la nueva izquierda sangra propaganda. Además, ya se reconocía una baja laboral por dolores asociados a la regla, como por una migraña o una gastroenteritis aguda. La noticia es sistematizar el asunto. Es decir, dejarlo a merced de la conciencia laborativa de cada cual, en un país de mediterráneas fragilidades. Se cifra en seis millones el número de mujeres que podrían acogerse cada mes a este nuevo derecho, con permiso del médico, mero firmante, nuevo sujeto temeroso de la cancelación dominante. El cálculo de la noticia en las empresas puede presuponerse: un desastre para el normal funcionamiento de las mismas. De hecho, la medida no parece pensada (verbo muy optimista aplicado a la ministra) para animar la contratación de mujeres en lo privado. El cálculo entre el funcionariado ya se antoja más relativo.

La mojigatería podemita, versión hispana de una plaga de origen anglosajón, es un bonito aliciente para Pedro Sánchez. Cumple la función de entretener al público, ora un numerito contra las cárnicas, ora un sketch de temática sexual, punto fuerte del partido de Yolanda Díaz, obsesionado con las cosas de la entrepierna. Mientras arde Roma (inflación al galope, paro desbocado), los chicos de Podemos, que son en verdad algo inocentes, se mantienen siempre listos para salir a escena, ruidosamente, y conseguir así despistar al personal de los graves problemas nacionales. Una Montero hiperventilada declaraba en la SER: “Nuestro país ya es un país [sic] feminista.” Por supuesto, un PSOE más bregado en el maquiavelismo que la ministra, al fin y al cabo eterna diletante de la política, se encarga de crearle a la señora la ilusión histórica, el sentido institucional del asunto. Así, se envía a la ministra de Hacienda para “negociar” con la podemita, que “salva” su proyecto a medias (sin la reducción del IVA a los productos de higiene íntima, que pretendía) después de arduas negociaciones. Para Irene resulta un triunfo, un hito en su histórica misión. La vemos acudir a un medio amigo donde despliega su triunfante verborrea, siente que brilla una vez más. La imaginamos luego llegando a casa, el chalé medio vacío (no está el hombre), un abrazo a los retoños, tantas emociones acumuladas.

En realidad, se trata de la última farsa del Gobierno Frankenstein. Gabinete que ya sólo aguanta gracias a la gestualidad de los socios marxistas, su alocada agenda y los puntuales chantajes de los nacionalismos periféricos. Hemos asistido a la postrera comedia, una Montero sobreexcitada, altisonante, legislando una parida. Veremos, mientras a Sánchez convenga, otras funciones de similar calidad y estilo de la mano de la farándula podemita. Una larga temporada de vulgar e ideológico teatrillo. Por cierto, sin causar ninguna baja. Estos chicos parecen aplicarse la regla de san Benito. Lo peor de la imbecilidad, como afirma Maurizio Ferraris, es que nunca descansa.

El plan quinquenal catalán y el fuet de Bompreu

Publicado en El Español, 17/10/2021

Con el cómic QRN en Bretzelburg, los geniales Frankin y Greg situaron a sus aventureros héroes en un país imaginario de Centroeuropa. El álbum fue publicado en los años 1960 y, aunque Bretzelburg no existía (ni nunca existió), el lector podía identificar en él ciertas características comunes a los regímenes comunistas de la época. Por ejemplo, una viñeta que muestra a unos hombres esperando el autobús en una avenida. Debido a la escasez, sus trajes están confeccionados con periódicos. En un momento dado, uno de los hombres lee en el traje de otro que el primero de mayo habrá una oferta de asado de cerdo en una famosa carnicería. Se produce un alboroto, pues la fecha de la ganga es ese mismo día. Sin embargo, al fijarse en el año, reparan que se trata de un periódico antiguo, de antes del racionamiento. Un agente de seguridad, atraído por la algarabía, oye ese “de antes” y se lleva detenido al hombre. Cuando los demás suben al autobús, vemos que el vehículo es impulsado por pedales, situados bajo el asiento de cada pasajero.

Resulta siempre oportuno recordar, sea a través del humor o de páginas sesudas, que el comunismo alcanzó abultadamente lo grotesco. La represión corría paralela a una especie de ensimismamiento según el cual nada, es decir, nada de lo que el Partido decía, podía cuestionarse, aunque el máximo órgano político afirmara, pongamos, que las colas frente a los comercios ejemplificaban la perseverancia del pueblo por llegar al paraíso socialista. A los albaneses, su gobierno criminal les hizo creer durante décadas que vivían en el mejor de los mundos, hasta que la cruda realidad terminó por aflorar, no sin un coste elevadísimo de víctimas y con un país arruinado. Hoy, los coreanos del norte subsisten bajo una ficción dictatorial -sin precedentes históricos- que cubre hasta el más remoto rincón de la intimidad del individuo, como pone de relieve el estremecedor documental Under the sun, del director Vitaly Mansky.

Esta superlativa manipulación de la realidad no es exclusiva del comunismo, como sabemos. También en las democracias liberales, a pesar de los mecanismos de control establecidos, pueden confluir tendencias y tics autoritarios. La puerta de entrada al sistema de los actuales quintacolumnistas son los plebiscitos. Cuando en Cataluña, a partir de 2017, turbas de niños, adultos y ancianos salieron a las calles como un solo cuerpo reivindicativo, se estaba produciendo tal mecanismo. Un presunto pueblo, iluminado por sus elites, marchando hacia la liberación (concepto éste del todo resbaladizo, en cualquier caso). Parecía que en aquellos siniestros días el sentido común había abandonado a miles, quizás a millones, de compatriotas. Raudos, los comentaristas se pusieron a buscar respuestas. Los catalanes, antes tomados por una comunidad ordenada y pacífica, estaban montando una rebelión, salían a las calles emulando (con el inevitable desorden mediterráneo) las coloridas y marciales paradas de Pionyang. Alguien sacó a la luz (de nuevo) el viejo Programa 2000 de Pujol y encontró la explicación a tamaña cosa: todo estaba allí planteado, programado, intelectualizado. Es difícil establecer la infalibilidad de esos papeles, incluso la capacidad real para llevar a cabo la empresa. Sin embargo, sí podemos concluir que, gracias al ingente dinero gastado, el prócer convergente pudo ensanchar sus sueños de estadista. Para ello contó con un gran ejército de funcionarios, empresarios y periodistas, amén de infinidad de asociaciones culturales de purísima catalanidad.

Luego está la imagen y la semejanza. Pujol, ni que pasen unas cuantas generaciones, tiene reservado ya el papel de padre de la Cataluña contemporánea y democrática. La discreción, el íntimo silencio, es una última fase, algo dolosa, de la admiración que muchos catalanes le siguen guardando. Omnímodo poder, gastaba la fama de hombre afable, listo y culto. Su antipatía cuenta con testimonios (la mayoría privados); su sagacidad puede medirse en relación a la de González y Aznar; su solidez cultural es un mito, sólo mantenido por algún empleado. Respecto a esto último, aplicaba la picaresca, el oportunismo de leer alguna cosa efectista en el coche oficial antes de ir a ver a alguien y soltársela, para admiración de los sempiternos bobos.

Volviendo a Bretzelburg y a la fatalidad europea, las metáforas recalan en una repetición histórica, la del autoritarismo que acaba edificando un régimen de cartón piedra. Un poco como esa república catalana que tantos sentían en sus corazones antes de existir legalmente. Quizás porque, en realidad, existía ya, aún incompleta y fantasmal, pero perceptible en cada patriota. Pujol, mandatario que escribía él mismo las preguntas y las respuestas de sus “entrevistas” y después las mandaba publicar, no fue precisamente un liberal. Su sueño político, aprendido de Prat de la Riba (casi todo Pujol está ahí), se cargaba de un sentido reaccionario y elitista, es decir, antiespañol, pues no hay nada más de izquierdas que la unidad de España, en tanto igualdad de todos; en tanto confiscación jacobina de los antiguos y nuevos privilegios de algunas minorías (vascuences, catalanas). Tras la forzada marcha del líder máximo, llegó el desorden, la desorientación. La consumada rebelión catalana, en sus gloriosas jornadas puigdemónicas, ofreció pistas, digamos, inquietantes (sometimiento del poder judicial por el ejecutivo). Cataluña podría haber sido un nuevo Bretzelburg, habitado por felices súbditos de la república, haciendo cola en la puerta del supermercado Bonpreu cada primero de octubre para recibir, con descuento del 3%, un bocadillo de fuet elaborado en China.