Era septiembre de 1998 y, como siempre, iba comenzar el curso. Los estudiantes preparaban calendarios mentales y burocráticos, perspectiva de un nuevo año lectivo. Yo, extranjero y por tanto obligado a presentar incluso más papeles timbrados que los patrios compañeros de facultad, miraba a la calle desde aquel ventanal de Corso Italia. Ahí fuera, Leopoldo I sostenía sobre su mano izquierda un globo terráqueo coronado con la cruz cristiana, defensa ante el turco y la peste del XVII. De pronto oí una voz: «¡Battisti ha muerto!» Luego, la secuencia fue más o menos así: abandono de la actividad que estuviese en curso en ese momento, encendido de radios, de televisores, llamadas telefónicas, un dolor general. Mis compañeros lloraban, alguien sacaba una cassette, otros miraban al suelo, rebuscando en la fría tierra una vieja melodía.
Mito antes de morir, Lucio Battisti expiró a los 55 años. Aquel 9 de septiembre, mientras Italia plañía su pérdida, todo ocurrió como de costumbre: hermetismo, arcano, continuación del mito. La dirección del hospital San Paolo (Milán), donde permanecía el cadáver, trataba de hacer equilibrios entre la avalancha de periodistas y las estrictas directrices de la viuda, Grazia Letizia Veronesi. Con ella (y un hijo, Luca) se había retirado del mundo la estrella, hasta hacerse invisible en su casa búnker de Molteno, un pueblecito entre lagos; reacio a cualquier tipo de relación con esa cosa informe y voluptuosa llamada fama. En coherencia, el funeral se desarrolló sin cámaras, testigos ni cronistas.
En vida, la gloria acarició a Battisti con melodías. De su sensibilidad, tan contenida como indisimulable, nacieron canciones sobre el amor, sobre la cotidianidad salpicada de emociones. «Se sobrevive a todo para enamorarse», afirmó. Fue a mediados de la década de 1960, en Milán, cuando se produjo el encuentro entre él y Mogol, quien escribiría las letras más afortunadas del pop italiano durante más de dos décadas (su separación, en 1985, ha sido atribuida al influjo de Grazia Letizia sobre su marido). El trabajo de ambos hombres, un compositor intimista y esquivo y un poeta alado, daría a muchos compatriotas la banda sonora de sus vidas. Con arriesgada entonación, puntas de voz a veces desafinadas, descifró la respiración del amor, su cadencia, derrotas y triunfos en un paseo bajo la lluvia, en la cola del supermercado, conduciendo entre el tráfico de la ciudad.
Luego estuvo la cuestión política, otro de los misterios que envuelven a nuestro personaje. Durante los años dorados de su carrera, la década de los setenta, Italia padecía una efervescencia ideológica. Afirma Massimiliano Trovato que «en Battisti no hay más espacio que para la música, servida pura y nunca con corteza de ideología». Tal grado de apoliticismo fue considerado desprecio a la causa. Y, como suele ocurrir en ese tipo de procesos revolucionarios, la sospecha cayó sobre él. Al principio etiquetándolo de «producto pequeñoburgués». Después, acusado de fascista (en el término clásico, no el actual, degenerado) e, incluso, de financiar a un grupúsculo ultra. Cuestiones nunca aclaradas por el cantante (habría declarado en privado que esas cosas «alimentan la leyenda»), corrían de igual modo enigmáticas pistas musicales. Así, por ejemplo, en la canción La collina dei ciglieggi (La colina de los cipreses), un verso dice «planeando sobre bosques de brazos en alto» (saludo romano); o, en el tema Il veliero (El velero), Battisti susurraría «acercaos a la patria».
La mayoría de sus canciones tienen al amor, decíamos, por temática. Sin referencias políticas, que supuestamente no le interesaron nada. ¿Pero a quién cantaba, entonces, este caballero de los sentimientos, en medio del sofocante ambiente de los años de plomo? Una bellísima canción (Anche per te) parece desvelarlo: «Para ti que todavía de noche ya preparas tu café/Que te vistes sin mirar al espejo tras de ti/Que después entras a la iglesia y rezas despacio/Y mientras piensas en el mundo, ahora tan lejano de ti.» En efecto, el individuo Battisti se dirigía a otro individuo, un acto social, sí, pero no necesariamente colectivo, como afirma Trovato. Interpelaba a quien escuchaba sus obras, con los pequeños enigmas y las certezas de lo cotidiano, en torno, siempre, a un enamoramiento: «Trabajo y pienso en ti/Vuelvo a casa y pienso en ti/La llamo y pienso en ti/“¿Cómo estás?” Y pienso en ti…»
Volviendo del pasado, podríamos inferir que la obra de Lucio Battisti tuvo como propósito señalar la importancia del amor sobre los grandes temas que ocupan la actualidad, tragedias y líos gruesos que distraen el asunto individual e interesante de nuestras vidas. En su época fue la Guerra Fría, el terrorismo político o la mafia; hoy, esta pandemia y la crisis de la democracia liberal. Son estas impugnaciones al hecho insoslayable de que, en cualquier caso, ahora y más tarde, siempre, seguiremos amando.