El juicio y el oficio

El juicio prosigue en la Alta Corte. Antes, los escribientes clavaban tinta sobre la piel del dios Folio -literatura de roca-; ahora, con el micrófono que se traga a testigos y acusados, todo parece más ligero y anodino. Mas no ha muerto la literatura: están los tentáculos de simpática huella, resúmenes a las audiencias, traducciones a gusto de cada cliente, sea izquierdo o derecho o inconsistente ideológico. Para este fin educador existen profesiones, poetas incluso. Y abusos lenguaraces. 

Veo, de nuevo, ‘Primera plana’, de Wilder. Se trataría de un relato a propósito de la sangre periodística; pero el ironista (genial) de origen alemán se valió de la cámara para ridiculizar a miserables homo sapiens en tareas que le son propias, como la cacería, con sus seculares miserias, sus imperdonables encantos. Aparece el político, el policía, el revolucionario. Aquí, en el Supremo, en la prensa, nos falta la prostituta, que en la historia de Wilder representa el resquicio del amor. Pero no perdamos la fe. 

El periodismo, visto de fuera, conserva todavía un aire novelesco, como el del detective, tan cercanos ambos. Hacen un gran servicio a la sociedad, aunque en ocasiones se pierde el sentido de su tarea. Respecto a este juicio al siempre entrañable insurreccionalismo hispano, brota el verbo como de una fuente mitológica. Ni César asesinado alzó tantos templos de palabras, suscitó aseveraciones, hiladuras, manías, caminos tortuosos para la literatura política. En el ínterin, uno siente que debe palparse de vez en cuando las alturas humanas (españolas en mi caso) de un metro setenta: estamos los hijos escribientes de esta centuria retorciéndonos sobre el papel, en el afán de gustar y gustarnos. Sigue, Justicia, ciega tu camino.

El juicio

Es martes, día en que comienza un juicio del Estado al Estado. Togados examinarán a díscolos representantes del viejo Leviatán. Se obtendrá, así, una clara imagen de su estructura ósea y los sistemas somáticos. De los adornos orales, de la estética, aflorarán detalles que los más sensibles fijarán para la literatura mundana. No digamos el acecho del periodismo, en sí un juicio no ya al Estado (las sospechas sobre el tribunal han sido aireadas para gusto del inquisidor que en cada español se amaga), sino a una entera sociedad, con sus alambicadas miserias, temores, irritaciones. Luego vendrá incluso el metaperiodismo, juicio del oficio al oficio, que es como un Estado también, pero asilvestrado por sus discusiones éticas. 

En España no ganamos para tanto tribunal. Toda la vida, armada de tragedia, deslices y pasiones pasa por el gusto del dictamen. Es el españolito un enamorado que busca sentencias a cualquier cosa, que si no anda perdido. 

Y en esto, el juicio, necesaria higiene institucional. En Barcelona, hoy, día soleado, las gentes han ido a trabajar, toman café en las terrazas, abren y cierran los periódicos; continúan fijadas en sus asuntos rutinarios. El daño está hecho: se habla en voz más baja, o no se habla, se tiene una grave y general sensación de apagamiento. Todo eso por lo que se celebra el juicio está anotado, registrado en el peregrinaje del barcelonés, que cada vez parece más un personaje novelesco, en busca de un tiempo perdido. Habrá sentencia, no satisfará a nadie, así son las buenas sentencias. Mas en mi ciudad reinará, por mucho tiempo, la presunción de unas culpabilidades tan enmarañadas, capilares, complejas, mientras nos vamos, literalmente, hundiendo. 

(Nota del hundimiento: nos falta un día, un honorable acusado, un don para sobrevivir.)