Memorias triestinas, colchón toledano

Había yo cenado manitas de cerdo en salsa, regadas con un marqués riojano, y aquello tuvo sus consecuencias. Sobre el colchón, estos días tan de moda, volé hasta los años noventa. Mis años italianos. Así, el sueño personó al barman Walter Cusmich. Regentaba, en Trieste, el Malabar. Creo que todavía lo hace. El hombre vale una novela. De hecho, aparece en alguna. Enjuto, cabello rubio; vigoroso y noble. Se acostaba, no cada día, seducido por las magníficas botellas de su bodega. Y, cuando la temible bora aún no rugía entre las rocas blancas del Carso, echaba nuestro héroe la caña en el Adriático.

Alguna vez lo acompañé, temblando de frío pero bajo el abrigo del vino. A esas negras horas emergía en el plano horizonte la visión del imperio y sus hijastros. Sus fantasías sumergidas. De las brumas, un débil resplandor, el farolillo veneciano. Mi amigo y yo veíamos manchas de sangre oscura tiñendo el destino azul entre Italia e Iliria; entre Roma y Bizancio. Y oíamos también voces de marinos viejos, crujir de los palos torturados por las jarcias. Desde luego, uno tiene ya madura la conciencia de que Baco hace mejor o peor su trabajo, a juzgar por las letras que engendra.

El señor Cusmich nada pescaba, la suya era captura literaria, melancolía encarnizada. Boca seca por el cabernet franc, pronunciación árida de aquellas palabras eslavas, italianizadas tras el drama de la última contienda, la perdida Istria, un dolor del siglo. El episodio, jugado en un tablero de posguerra, fue más o menos así: Mariscal Tito, tuyo es este corazón antiguo, hazlo Yugoslavia. De allí los Cusmich, como otros muchos, se habían largado a Trieste, a Gorizia, a Udine, dejando atrás tierras, casas y vecinos, tumbas familiares. El comunismo.

En mi noche, sobre el colchón toledano, rebrotaron las esencias de una escritura, acaso del raro paraíso de relatar, computar. Bebíamos esos años con la fruición de una bestia bukowskiana y el temperamento forzoso de la Mitteleuropa, Svevo, Musil, Joyce. Encantador, hombre de acción, el barman Cusmich era capaz, por ejemplo, de atraer a su Malabar a los mismísimos Angelo Gaja o Romano Dal Forno, endosarles un delantal y ponerles a servir copas. Le debo dos cosas: la inmarcesible poesía muda; y hacerme conocedor de la sabia, punzante guía del señor Hugh Johnson.

Aseveración del viaje

(Mapa de Frederick Walrond Rose, 1877)

Los mapas disertan, en un sentido estricto. También discuten, litigan, se enzarzan, la suya es jerga universal. No son inocentes, ni por supuesto imparciales. Tienen la gracia artística de una pornografía exacta, abierta, esta es la mayor gloria de Mercator, año 1569. Además, como es sabido, avivan ambiciones y sueños en los hombres. Recorrer con el dedo índice montañas y valles lejanos, imperios, guerras, renuncias imposibles del ejemplo de Bizancio. Auge y caída, vigor y abandono, esas dinámicas hiperbólicas del gusto humano. Acariciar mastodontes estalinistas. Tentar la sal roja del Malabar o la espuma blanca en el regreso de Ulises. Deslizarse por la costa africana y sus infinitas playas hasta el cabo de Nueva Esperanza, donde crecen plantas gigantes del tamaño de torreones. Seguir la ruta dramática del Batavia y, tras algunos minutos de navegación digital por el Pacífico, salvar desventuras y fondear en el mar de China. Cualquiera puede exaltarse sobre el papel, del mismo modo en que Guido Gustavo Gozzano invocó su imaginario viaje infantil a Goa. Su caso testimonia también el infinito viajar de Magris.

Hay mapas mentales asombrosos: sobre el papel, una línea dibuja el periplo geográfico de la vida. Sus accidentes. Existe un mapa de los innumerables viajes de Churchill durante la guerra contra Hitler, algunos sin explicación, todos justificados. Imaginemos la cartografía que produjo Casanova en sus andanzas. O Maigret, quien, íntimamente, trazó dibujos criminales de las entrañas de París, alcobas, oscuros patios de vecinos, antros de Montmartre. Pensemos en el tesoro oculto (de Stevenson), el mito era el mapa. ¿Y el cuerpo de Justine, la de Sade, acaso no lo fue, de igual forma, en las lecturas solapadas de juventud? Ahí al alcance, alambicado hasta su futura condena, exhausto como la ruta de la seda.

Se ha insinuado hasta la insolencia que Marco Polo no vio la Gran Muralla y que quizás tampoco sus ojos se plantaron en todas las maravillas relatadas en Il Milione sobre el reino del Gran Kan. Esa afición de los amantes de la verosimilitud, quienes nunca han osado emprender travesías comparables a las de Jim Hawkins, Little Nemo, Peter Pan o la absurda Alicia, quien anuncia un antimapa:

“Había comprado un gran mapa del mar,

ni un solo vestigio de tierra.

Y toda la tripulación estaba feliz al ver que era

un mapa que todos entendían.”

No sólo la tierra, incluso sus problemas y distracciones, me baso en el magnífico ensayo de Simon Garfield (On the map). Mapas de la peste medieval, de las calles más peligrosas de Londres durante el siglo XIX, de las heladerías de Roma, de la censura en Asia o de los canales de Marte. O de las cincuenta islas remotas a las que Judith Schalansky confiesa que nunca irá, Fangataufa (en Polinesia), Soledad (en el Mar de Kara). Está, luego, el más trascendental mapa, el que no refiere tanto el erotismo de la aventura como la pérdida, el documento inmaculado que los años van dibujando en las personas, cito a Edward Thomas:

“Ningún viajero ha descansado nunca

con tanta paz como hay en este instante,

entre dos vidas, cuando las estrellas

y la penumbra esconden lo que nunca ha sido,

lo mejor o más alto que cuanto pueda ser.”