Hay una pregunta impertinente: ¿Quieren los hombres y las mujeres ser libres? A veces -la ciencia política sabrá el porqué- una persona o millones de ellas pueden sentir una pulsión irrefrenable por las cadenas, un temor erótico que les empuja a la sumisión. Da igual en nombre de qué uno se entrega para ser dominado. La prisión puede llamarse “libertad”. Los nacionalismos yugoslavos son ejemplo macabro. Sin llegar a meterlos en trenes pintados de verde olivo, sino en cómodos autobuses con aire acondicionado y bolsas con zumo y bocadillo, esos ciudadanos prestan su frágil entidad a un proyecto mayor, a una luz cegadora. El hecho principal es la dación de la propia libertad. Esto lo saben los poderosos, hay una cantera eterna de hombres y mujeres que no desean ser libres, griten lo que griten. Lo dejó apuntado el secretario florentino: “el que quiera engañar encontrará siempre a quien se deje engañar”.