Algo decadente, la Serenissima sabe mucho de eso. Y lo ofrece, un reclamo. Nosotros no hemos tenido la oportunidad de venir aquí en los tiempos del imperio del león alado, ni siquiera en el dorado diecinueve, ni para las fiestas de los felices veinte. Tampoco durante la infausta y poética República de Saló. Venecia ha sido la nueva Sodoma, el “centro del placer” (Wortley Montagu), “la puta del Adriático” (Otway), un “lugar encantado” (Hester Piozzi), “una sombra de lo que fue” (Wordswoth). Henri de Régnier escribe en 1907 que «el remo del gondolero parece cavar, en el agua, la tumba del silencio y el lloro de sus lágrimas». Y, en su correspondencia, Henry James nos regala que «en las góndolas se alcanza la perfección del placer indolente». También él describe Venecia como una dama celosa de su libertad. Más tarde, el dibujante Moebius -a falta de pintores extraordinarios, el mérito artístico ha bajado al mundo de la plumilla ensangrentada- crea una ciudad de canales secos y abisales, por donde circulan góndolas voladoras. Todavía existe algún viejo cínico, al estilo inglés del implacable y afectado Brian Sewell, que desprecia Venecia: escenario que testimonia achaques, ya incurables, de la Humanidad entera.
He visto allí a un hombre bañado en oro, una mujer a cada lado haciéndose selfies, hiriendo en góndola las aguas infectas, y no era el príncipe negro. Es una imagen que habla del pasado tanto como del presente, humedece el certificado del fin veneciano. Los problemas de Venecia, según se comenta, serían dos: la literatura y que alcanzó una cierta singularidad. Un experimento de tal calibre, el vanidoso triunfo sobre la líquida vanidad, es metáfora del ser humano, de sus posibilidades y de su imposibilidad final.
Hay que venir a Venecia, atentar contra ella una vez más. Y no dejar cabos sueltos, el destino sugerente: un negroni en Florian y, al atardecer, contemplar en el plateado reflejo del Gran Canal la próxima muerte de todas las pequeñas y grandes perversiones.