Aborto

(Publicado en El Mundo, 8 de junio de 2021)

«Me siento traumatizado por la legalización del aborto, porque la considero, como muchos, una legalización del homicidio. En los sueños, y en el comportamiento cotidiano -cosas comunes a todas las personas- yo vivo mi vida prenatal, mi feliz inmersión en las aguas maternas: sé que allí yo era existente. […] Que la vida es sagrada resulta obvio: se trata de un principio todavía más fuerte que cualquier principio de la democracia.» Estas palabras las escribió Pier Paolo Pasolini en 1975, a propósito del debate sobre la legalización del aborto en Italia. Que el mayor (y más libre) intelectual de la izquierda se rebelase contra la claudicación de sus compañeros políticos en un asunto como aquel es materia ya olvidada. No hay ninguna duda hoy sobre la pétrea y automática respuesta del progresismo respecto a eso que denominan «decidir». Y para la derecha existente es un tema a soslayar. A evadir, en razón de evitar problemas. En suma, es un asunto muerto y sepultado.

Parecería un triunfo de la democracia, visto así. Un magnífico consenso. Si bien debiéramos recordar que, en ocasiones, se han alcanzado consensos gracias a la existencia de oscuros ministerios de propaganda. Sobre lo que pudiera parecer una claudicación general, Pasolini define el aborto legal como una gigantesca molicie de las mayorías, una libertad tácitamente decretada e introducida en nuestros hábitos por el consumismo ramplón, que él identifica como un «nuevo fascismo».

A estas alturas de las convenciones demócratas, las palabras del intelectual boloñés parecen un hilo de anacronismos. Desconozco si la guerra cultural que tímidamente comienzan a citar algunas voces de la derecha mayoritaria española contempla la interrupción del embarazo y sus ramificaciones éticas. De la izquierda nada puede ya esperarse, excepto el combate del enemigo declarado, el ahondamiento en la única guerra habida en que uno de los bandos ni se defiende. El debate sobre el aborto no se menciona, o se corta de raíz, violenta y teatralmente, con el nauseabundo tono de la indignación. Siquiera la posibilidad argumental de un humanismo agnóstico es tolerada. Pero las cifras de semejante cosa, que tratan de ocultarse, están ahí, se reproducen anualmente como un vertedero de la democracia que nadie desea ver. Y no sólo hablan esos números de personas que no lo serán, sino también de mujeres en situaciones dramáticas. Y de una gran derrota colectiva.

Acabo esta nota citando a otro italiano, un músico de nombre artístico Jovanotti, quien, muchos años más tarde que su compatriota aquí antes referido, nos dejó estos versos:

«Hay bebés que no tienen futuro

Porque quizás alguien lo ha decidido

Hay bebés que no nacerán

Y van directamente al Paraíso

Porque no hay lugar para ellos entre nosotros

Hay bebés que no nacerán

Porque nos hemos rendido.»

La deriva hortelana de la izquierda

Entre columnas de humo y polvo, borrones de sangre, acero y adoquines, levitaba, por segunda vez, el alma de Marat. Tan querida por aquellas cándidas muchedumbres con escarapela tricolor, repetía su simbólica muerte en París bajo la bandera roja de la Comuna. Tintura decretada para toda la historia de la izquierda, hasta el derrumbe del monstruo soviético. La izquierda, dicho así ligeramente, se ha partido la cara desde su fundación: el Gran Miedo, el Terror, las matanzas de campesinos en la Vendée. Con el vigor de una fiera y un intelecto extraordinario, la violencia política (inducida, ejercida, atenuada según la oportunidad) fue dejando el camino expedito a una idea republicana en que se acomodaría el racionalismo que, ahora, vemos agonizar. Un racionalismo, por cierto, nunca patrimonio exclusivo de la izquierda. Ni mucho menos. 

Atrás quedaron relevantes arritmias de la Historia, provocadas por la fuerza revolucionaria, inmarcesibles episodios en que el hombre se liberó de las cadenas del capitalismo. “La libertad, ¿para qué?”, le soltó Lenin a Fernando de los Ríos, conspicua pregunta que dominaría el mundo socialista hasta que el camarada Gorbachev no pudo ya seguir asumiendo sus contradicciones y, ay Manolo, se cargó el paraíso obrero. Sí, hubieron muchas riñas y desencuentros, incluso algunas bofetadas (en Angola, en los años setenta, pudo producirse un cuerpo a cuerpo entre americanos y soviéticos, desliz de la Guerra Fría) y un mundo fantástico de espías y paraguas búlgaros venenosos; un eurocomunismo, unas trifulcas italianas a costa de los intelectuales, hasta la pasión socialista de nuestro Felipe González Márquez quien, decepción del nacionalismo pecé, metió a España en la OTAN y en la Europa de los mercaderes.

El viaje de la izquierda, visto en perspectiva, resulta fascinante. Y su actual tramo del camino, una broma del historicismo. Hace dos años, Félix Ovejero analizaba en el ensayo La deriva reaccionaria de la izquierda el proceso de mutación de tal cultura política. Recojo algo sobre esa izquierda antiilustrada: “espadachines a sueldo”, “infantilismo”, “frivolidad intelectual”, “apelación al sentimiento”. Retornando un momento a Italia, nación de brillantes intelectos, me gusta citar la altura de Pasolini, ejemplo de aquella crítica tan abandonada, verso suelto, pero qué verso: se declaró, fuera del rebaño de comité central y de los atribulados ácratas boloñeses, contrario al aborto.

La última parada de la izquierda, florida y verde, es la horticultura (¡si Marx y los santones del comunismo levantaran la cabeza!). A saber, la llamada ideológica a cultivar huertos urbanos como barricada política. Sí, querido lector, la lechuga y el pepino curtidos en humos negros de motor como vanguardia de la lucha. Así lo escriben José Luis Fernández Casadevante ‘Kois’ y Nerea Morán Alonso en un artículo reciente: “Los huertos urbanos, ligados a los tejidos vecinales y a las emergentes dinámicas solidarias de proximidad, deben ser un dique más de contención contra los riesgos de que arraiguen en los barrios los valores y actitudes favorables a la extrema derecha”. Añadamos dos vocablos esplendorosos, que dan fe no ya de aquella deriva autoritaria argumentada por Ovejero, sino de, propiamente, una manifestación de estulticia que haría gozar a Maurizio Ferraris: “renaturalización” y “huertopía”.

Finalicemos, derrotas contadas, con una revisión musical, himno actualizado a los tiempos de la nueva izquierda, ya en el salvífico huerto: 

¡Arriba huertanos de la urbe!

¡En pie iphonera legión!

Atruenan los brócolis en marcha:

es el fin de la opresión.

Del pasado hay que hacer añicos.

¡Legión hortícola a vencer!

El mundo va a cambiar de nabos.

Los verdes de hoy todo han de ser.

(Nota publicada en Ok Diario)

Apuntes electorales (IV)

Mientras escribo estas lineas, las universidades de Barcelona se han vaciado y sus cachorros (no todos, por cierto) han salido en desbandada para vivir otra jornada insurreccional: cortar alguna calle, colapsar el aeropuerto y tomarse unas birras antes de ir a casa a dormir. En esto ha quedado la revolución, o su último episodio, llamado procés. Según tradición, de un estudiante se espera que estudie un poco y haga también a veces el imbécil. Le acompañan las hormonas jaraneras y los acostumbrados tics, la sensualidad de ir contra algo o alguien de manera alocada. De un modo, digamos, tan elocuente como ignaro. La particularidad en nuestra actual revuelta, que llaman postmoderna aunque guarda memoria de cosas antes sucedidas, es su marco dialéctico: estúpido en grado novedoso. ¿Qué cosa es esta de que unos viejos poderosos y corruptos dirijan a voluntad a los universitarios? ¿A qué acomodaticio hábitat pertenecen esos bisoños que se conducen como zombies a merced de unas elites tan carrinclonas como ineptas? El ubú Torra, la vocera Rahola, el huidizo Puigdemont, la plañidera Llach, todo el ejército de frikis independentistas, a cual más feo y anodino, conforman el universo referencial de nuestros heroicos estudiantes. Miren, el Che fue un maoísta criminal (“sí, hemos fusilado, fusilamos y seguiremos fusilando”, proclamó en la ONU) y gustaba de acudir a las ejecuciones a fumarse un puro; pero en la fotografía de Korda, la del famoso póster que los adolescentes colgaban en el dormitorio, salía poderosamente sexy. Comparen ahora con nuestro President, hombre gris puesto en el cargo por ciertas (y exhaustas) aristocracias del poder nacionalista. Si Pasolini estuvo con los policías que aporreaban a la juventud rebelde en los mayos del 68 (los auténticos obreros, observó el intelectual boloñés), no quiero pensar qué opinaría de estos actuales insurrectos por horas. Hijos de una sudoración patriotera, guiñoles de la traición a Cataluña, ya arruinada.

El enmarañamiento político, más acuciante si cabe tras la sentencia del Supremo, tiene además a sus entrañables embajadores. Se han puesto rápido manos a la obra. Denuncian que se judicializa la política, si bien ellos mismos, desconociendo el rubor, politizan la justicia con indisimulada grosería. Están en la izquierda, la que queda tras los métodos de tierra quemada, de miseria intelectual y descarada picaresca: Colau, Iglesias, Errejón. Uno piensa hace tiempo que su delicada misión -cargo, nepotismo y retiro asegurado- es erosionar el equilibrio y contrapeso de poderes en favor del que ostentan. Se comportan, especialmente en las palabras (área de permanente autopropaganda), como antisistemas dentro del sistema: no es un fenómeno inédito, recordemos el parlamentarismo suicida en el Imperio Austrohúngaro o, más recientemente, a Chavez en Venezuela. Política parasitaria: hallan mecanismos en el sistema para ejercer la deslealtad a costa del mismo.

El procés y sus amigos (los tiene en toda España) entona el último berrido y monopoliza esta rara semana electoral. Sería el canto del cisne, tengamos todavía algo de paciencia. Por otra parte, la crónica nacional tomó sus senderos: hubo desfile militar el día doce, Abascal acaparó audiencia televisiva y Franco sigue en su tumba y en los medios, no le hace falta ya un NODO. Más País, nueva y divertida aventura del niño Errejón para conquistar el cielo de los sillones, nos garantiza más demagogia. Todo en orden, por tanto.

La frase de la semana: “Ahora más que nunca a vuestro lado.” (Carles Puigdemont, desde el chalet de Waterloo, dirigiéndose a los condenados por el Tribunal Supremo.)

(Nota publicada en Ok Diario)

A vueltas con la melancolía (II)

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(Fotografía del autor)

Todo se ha dicho sobre la melancolía. László F. Földényi la biografió con esmero. Epidemia según los Tratados hipocráticos, signo de genialidad para Aristóteles, locura en el terrenal/celestial Heracles, amor al saber en Sócrates, pecado, herejía y enfermedad mental para la Edad Media. Luego llegó Petrarca y contagió a la humanidad entera de sombríos pensamientos. El frenesí de la angustia, cuando posamos un ratito la mirada sobre un viejo reloj parado. Están esas imágenes del todo palmarias, que en nuestra contemporaneidad renuevan la melancolía a partir de una sensibilidad condenatoria: Kerensky paseando en Central Park hacia 1967; Battisti y Gogol a caballo por un prado; una lucecita que permanece encendida, aún de día, a la entrada a Bomarzo; la colección de paraguas abandonados en un café. Hasta tal punto hemos aprendido a domesticarnos, nuestro pan y nuestra casa. ¿Se puede esquivar la melancolía? Tratamos de hacerlo despilfarrando billetes, visitando restaurantes que nos gustan, engendrando hijos y haciendo imbecilidades, como ir al gimnasio. Pero todo eso es distracción, no podemos evitar que, en cualquier momento, el monstruo tinte nuestra alma, nuestro intelecto. Pinker, elocuente júbilo, no pudo haber nacido en la vieja Europa, mucho menos en el Mediterráneo.

Contra la melancolía:

Henri Bergson estudió el pasado y nos ofreció una plausible conclusión: el pasado existe. También el presente, que está hecho de pasado. Somos la síntesis de nuestra historia desde el alumbramiento. Es más, ya antes del nacimiento existen características programadas. «En los sueños y en mi comportamiento cotidiano (cosa común a todos los hombres) yo vivo mi vida prenatal», soltó Pasolini. Dando por bueno lo que dice Bergson, las consecuencias culturales de estar amarrados a lo caduco son tan previsibles como cargantes. Es decir, la interiorización del drama nos impele a sollozar por las esquinas. La melancolía sería un leviatán, un defecto del tiempo que convive y nos atenaza bajo formas diversas. Jordi Gracia describió una de esas transmutaciones en un breve panfleto del todo acusatorio, El intelectual melancólico. Si bien el libro busca atacar el prestigio de esos intelectuales, no deja de ser un bonito agente tóxico contra el ideal nostálgico en general. La paradójica inconsistencia del intelectual melancólico -figura orgánica del siglo veinte- es que, siendo vocero del progresismo liberador hace cuarenta años, ahora florece en una queja amarga e interminable por los efectos del modelo estético que él mismo ayudó a edificar.